martes, 8 de julio de 2008

MODOS DEL PAISAJE. LO PINTORESCO.










El pintoresquismo representa el cultivo voluntario de lo pintoresco o su afición a ello. Para este término,[1] encontramos tres acepciones; la primera se aplica a paisajes, escenas, tipos, figuras y a cuanto puede presentar una imagen grata, peculiar y con cualidades pictóricas. La segunda, más ambigua y literaria lo aplica, en sentido figurado, al lenguaje, estilo, etc. con que se pintan viva y animadamente las cosas y la tercera acepción que es la más coloquial significa estrafalario o chocante.












El paisaje como motivo inspirador tiene la particularidad que un mismo modelo geográfico puede dar origen a diversos paisajes. Es el caso de cuadros que representan un mismo tema situado en diferentes estaciones del año, o en distintas horas del día bien animados con personas, o bien desiertos y sin protagonistas. En estos casos, se trata de paisajes aislados por el artista en unas condiciones de luz y ambiente imaginariamente instantáneas, pero que no se corresponderán habitualmente con las reales. Se trata de una sensación que se percibe por parte del observador y que luego se plasma en otro medio (y esto sirve también en el caso de la fotografía, como es notorio). Desde este punto de vista el territorio, o los objetos que contiene, son simplemente la excusa para presentar algo que después de la elaboración, se denomina paisaje. Se trata de una interpretación de la realidad sobre el motivo de un medio u objeto natural que no representa al paisaje en sí mismo, sino a la imagen que el artista posee de él y en consecuencia, será en mayor o menor medida fruto de su imaginación o de su inspiración, al traerlo de esa forma hasta el observador.












Este fenómeno vuelve a producirse en la mente de ese segundo observador que seguramente ve o percibe cosas posiblemente distintas que las que el artista contempló o interpretó cuando creó el paisaje. Pero tampoco puede excluirse el hecho de que el transcurso del tiempo entre la creación y la visión del observador estuviera o no previsto por el propio artista creador del paisaje de modo que ese lapso de tiempo - esa vejez de la imagen - haya influido sobre la pieza, de forma que ofrezca una intención algo o muy distinta de la obra nueva que fue creada. En todos estos casos, el paisaje es la excusa para producir un instante de la imaginación – una alucinación, si se permite la expresión - que es lo que realmente muestra la obra contemplada. Desde ese punto de vista, casi cualquier cosa puede ser un paisaje o la excusa para el mismo, puesto que se trata de un hecho subjetivo y propio entre la imaginación del artista y la del observador.

















También el paisaje puede ser objeto de contemplación en sí mismo y aunque esta idea no está necesariamente separada de la anterior, es distinta en el sentido que ya no representa una excusa imaginaria para la obra (denominada también paisaje) - pero que no es el modelo en sí misma. En esta acepción, más literaria o mística, el paisaje se transformará en una serie de sensaciones que nos llegan a través del sujeto o de la experiencia de mirar que conducirán también a consideraciones subjetivas que pueden trascender del mundo de los propios hechos físicos para producir realidades o sensaciones de orden interior. En este caso, lo aleatorio de los efectos de la luz, el clima o las horas del día pasa a un segundo término, en beneficio de la estructura del espacio que resulta inmutable y que permite la huída hacia el interior del sujeto. Inevitablemente, la imaginación sugiere en este caso el mundo oriental, con sus pequeños objetos y lugares acabados, llenos de hermetismo y provistos también de hitos y signos que permiten fijar la visión en un lugar determinado para permitir que el pensamiento interior adquiera la fuerza adecuada. Dentro de la llamada “cultura occidental” se producen fenómenos equivalentes, como ocurre con el jardín monástico o claustral, que se inspira en modelos perceptivos comunes a ambas culturas, como ocurre con las formas de esos objetos semejantes a mandalas que encontramos en el arte occidental al menos desde la aparición del arte románico en Europa.






















Por último, el propio paisaje como obra, que resulta ser una noción a caballo entre las dos modos anteriores. Por una parte se deriva de la noción pintoresquista, creada a partir de imágenes pintadas y de inspiración diversa. Se supone habitualmente que el movimiento pintoresquista es algo asociado a la cultura del siglo XVIII y sin embargo, el sentido con que aquí se apunta el pintoresquismo- como acto que intenta recrear algo que merece ser pintado se remonta bastante más atrás. Deberá aceptarse en principio que si lo pintoresco existe es porque previamente se ha creado una cultura de lo pictórico, en la que ya existe una predisposición hacia un tipo determinado de lugares o paisajes que ya han sido pintados. En este sentido la cultura pintoresca se fijará en una serie de modelos previamente imaginados o que provienen de las demandas de una clientela que exige la visión de unos determinados escenarios a través de los pinceles del artista. Esto nos lleva indefectiblemente a consideraciones de orden ideológico que, son previas a la elección de unos u otros motivos paisajísticos que acompañaran, en su caso, a los motivos iconográficos. Por consiguiente, la recreación de un paisaje intentará incorporar también el mundo mítico que animó la figuración de ese paisaje. La naturaleza escenifica el mito que al ser pintado vuelve a ser recreado de nuevo y volverá nuevamente a ser pintado, creando así un "perpetuum mobile" que queda asociado a lo que es creado con intenciones pintorescas.









Esta persecución del mito del paisaje se remonta consiguientemente mucho más atrás y ya lo encontramos en las pinturas pompeyanas que incorporan paisajes con personajes mitológicos ambientados en decoraciones de época. Puede suponerse que en la cultura romana imperial ya apareció el fenómeno, al menos en el antro de Tiberio y en la villa Adriana de Tivoli y que parece que es costumbre común a todo lo largo el período. El mismo mito de la antigüedad clásica, con las otras connotaciones y animado por una cultura distinta, (ahora inspirada en el coleccionismo y la recuperación arqueológica de lo clásico) aparece en la cultura del Renacimiento, con la secuela de la creación de jardines en los que los ninfeos y los mitreos eran elementos bastante corrientes. Parece pues que el fenómeno de creación del paisaje responde, en este sentido a una creación anterior por parte del artista capaz de escenificar mitos que luego se presentan en una naturaleza imaginaria pero que al ser pintoresca toma carta de naturaleza real. La naturaleza solo imaginada se incorpora a lo real sin que el que la imaginó tome papel alguno en el discurso para luego evolucionar, transformarse y degradarse al fin para volver a ser otro motivo de inspiración para artistas posteriores que - también sin saberlo - vuelven a iniciar el camino entre el mito y la realidad.





















En cuanto a la noción contemplativa el discurso es paralelo al anterior, pues no puede claramente separarse lo que se contempla en sentido pictórico de lo que se contempla en el medio real, si de hecho se actúa con intenciones de recrear lo pintado. La cuestión tiene un trasfondo ideológico, a veces teñido de intenciones didácticas, como en el caso de las escenificaciones y representaciones religioso-profanas medievales o también en las de los autos sacramentales del barroco. En todos esos casos, la ideología se superpone como finalidad al arte en sí, dejando que el artista elija y sitúe los motivos con cierta libertad, encuadrada dentro de códigos iconológicos convencionales que dependen de cada momento histórico. Queda claro sin embargo que desde este punto de vista se sitúa en primer lugar lo imaginario, que luego tomará una forma iconográfica convencional a través de la pintura o el dibujo para, inmediatamente después, asociarse a escenarios más o menos perdurables que harán que la mitología paisajística tome una forma arquitectónica.














©
M.M.Monis 2008

[1] DRAE. p.1.139

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