viernes, 9 de marzo de 2012

LA TEMPESTAD, M.MONIS, 2012






















La tempestad ("The Tempest") es una obra de teatro de William Shakespeare. Fue representada por primera vez el 1 de noviembre de 1611 en el Palacio de Whitehall de LondresLa tempestad pertenece al conjunto de los denominados romances tardíos de Shakespeare. En estas obras el autor muestra su interés por las relaciones familiares y la reconciliación en un ambiente mítico.




















Próspero, duque legítimo de Milán ha sido expulsado de su posición por su hermano y se encuentra en una isla desierta tras naufragar su buque. La obra comienza con una fuerte tormenta, desatada por Ariel (a mandato de Prospero) cuando adivina que su hermano, Antonio, viaja en un buque cerca de la isla en la que se encuentra. En ella, Próspero cuenta con la compañía de su hija Miranda y descansa con sus numerosos libros dedicándose al estudio y el conocimiento de la Magia. Próspero entra en contacto con espíritus como Ariel. Con su ayuda, desde el caos y la locura Próspero tejerá un encantamiento que le permitirá iniciar su venganza. Al final Próspero renunciará a su magia perdonando a sus enemigos y permitiendo el matrimonio entre su hija, Miranda, y Fernando.
La Tempestad es considerada por muchos como el testamento de William Shakespeare, debido a que fue probablemente su última obra. Se representó por primera vez en 1611 y tuvo una segunda puesta en escena hacia febrero de 1613, con el motivo de celebrar la boda de Isabel Estuardo, hija del rey Jacobo I, con el príncipe Frederick de Heidelberg. Muchos paralelismos encuentran su correspondencia con las personalidades más destacadas del período jacobeo. Así, la máscara nupcial que Próspero crea para el disfrute de Miranda y Ferdinando, con las figuras divinas de IrisCeres y Juno asegurando un dichoso porvenir si la feliz pareja prometía guardar castidad hasta después del matrimonio, podría haberle sentado muy bien al monarca, bien conocido por su arte disciplinario con respecto a los súbditos de su corona. Otro dato que se ve reflejado en la tarea shakespeariana, es el interés del rey por cuestiones relacionadas a la magia y a la brujería. Estas prácticas eran consideradas un tabú en la época que nos ocupa, y fe de ello nos brindan algunos documentos en los que constan la quema de mujeres, generalmente en hogueras, entre los siglos XVI y XVIII. En este sentido, Jacobo I sentenciaba a muerte a todas aquellas personas que estuvieran bajo sospecha de llevar a cabo tales acciones. La temática de La Tempestad no podría menos, entonces, que manifestarse en un monarca—Próspero— interesado en acabar con el maleficio de una vieja bruja, que acechaba con irrumpir en el orden social de la isla.(Extraido de Wikipedia)


http://es.wikipedia.org/wiki/La_tempestad_(teatro)

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lunes, 27 de febrero de 2012

Leer y escribir


Creo que fue una tarde de invierno, allá por el año 1952. No había encontrado ningún sentido en asistir al colegio, aquel mundo hostil, frío y sin sentido que me alejaba del confort y de la seguridad que hasta entonces había conocido. El edificio, con un enorme patio en forma de U rematado con una escalera imperial de la que jamás supe adonde conducía albergaba en una de sus alas las clases de párvulos, niños y niñas a los que cuidaban unas señoritas que a su vez estaban al cuidado de unas monjas muy serias con impecables tocas de color blanco grisáceo.  En esa época, el asunto era aprender de memoria unos extraños signos que la señorita escribía en la pizarra y que yo no sabía muy bien para que servían. Yo era revoltoso, hablaba por los codos y lo que me gustaba realmente era dibujar, casas principalmente: alguna vez algún árbol, el camino y el sol que yo imaginaba encima de todo aquello. Los signos de la pizarra no me divertían, pero los fui aprendiendo por pura machaconería de las profesoras. Nadie me había explicado hasta entonces que aquellos signos se correspondían con algo que pudiera ocurrir o tener un significado en el mundo real, pero como tenía entonces una buena memoria me acordaba de ellos. Los signos más fáciles y más fáciles de recordar eran lo que la señorita llamaba  “las vocales” especialmente la U que tenía una forma parecida al patio del colegio. Con su puerta en la parte abierta del signo, precisamente donde estaba la puerta por donde me veían a buscar por las tardes. Había otros signos, más complicados y difíciles de aprender por sí mismos, pues eran muy abstractos ¿Para que servían realmente…?. La señorita los llamaba “consonantes” una palabra tan abstracta como la de “vocales” que yo no acababa tampoco de entender.

Estaba resultando un alumno realmente lerdo y díscolo, siempre haciendo dibujos y poco atento a las cosas de la pizarra que no me interesaban. Entonces ocurrió, aquella precisa tarde antes de subir a clase. Todavía recuerdo aquel rincón soleado del patio al que me llevó la señorita con una cartilla para explicarme algo que parecía ser muy misterioso. Me mostró en una cartilla una primera página en la que figuraban los signos de las vocales – todas ellas – y una segunda donde parecía un signo de consonante – una B – al lado de una vocal muy característica que se parecía a los tejados de las casas que yo dibujaba en los márgenes del cuaderno. Y lo explicó. La B con la A “BA”…y me lo hizo repetir varias veces. Mi hermana se llamaba Bárbara, y en ese preciso instante comprendí que todo lo que yo hablaba se podía escribir, de modo que lo que se decía quedaba allí y esa era la forma de comunicarse de la gente cuando no estaba presente. Lo que se escribía quedaba y permanecía, de forma que ya no había necesidad de recordarlo para repetirlo. Ese descubrimiento, que aun me fascina hoy, me hizo aprender a leer y a escribir en no más de una semana: aquello era aún más importante que dibujar, pues permitía precisar las ideas mucho más exactamente. Además, cada sonido se correspondía con una letra, algo estupendo, pues no dejaba margen al error. Algo que – muchos años más tarde me hizo reflexionar cuando aprendí primero francés y luego inglés, dos lenguas que no tiene una exacta equivalencia fonética como el español, algo que me sorprendió inicialmente pero que no tiene nada de particular, pues la fonética es un convenio, precisamente el que me enseñó la profesora en aquel rincón del patio soleado mientras el sol de invierno me daba en la espalda.

Poco después empezaron los ejercicios de caligrafía, las letras debían tener una forma y un tamaño, precisamente ese y no otro. A mí eso no me parecía justo ¿Por qué las letras debían tener una forma y no otra, siempre que se entendieran…? Nadie me lo explicó entonces y nadie me volvió a llevar a aquel rincón del patio soleado para hacerlo. Ese debe ser el origen de mi tradicional mala letra cuando escribo: algunos dicen que es bonita, pero yo sé que más bien se asemeja a los caracteres cúficos del árabe. No tuve buena letra hasta que tuve que aprender – ya de mayor - a rotular, una forma lógica para expresar lo que dice el lenguaje dibujado que muchas veces no se explica por sí mismo. Una forma de caligrafía tardía, en mi opinión. Lo asombroso del caso es que nadie me había explicado la utilidad de todo aquello hasta que a aquella profesora se le ocurrió llevar al pequeño alumno con ínfulas de dibujante a aquel rincón soleado, justo antes de clase.  Se ve que, en ocasiones, el conocimiento llega de forma casual, como un advenimiento sorpresivo, sin que se sepa realmente su utilidad hasta que llega y se posee. Antes de eso todo es oscuridad aunque esa oscuridad sea feliz, también en ocasiones. 


Publicado originalmente en

sábado, 25 de febrero de 2012

Por el camino de Swann



Por el camino de Swann (en francés, Du côté de chez Swann) es el primer volumen, publicado en 1913, de los siete que componen En busca del tiempo perdido (A la recherche du temps perdu), la novela de Marcel Proust. El volumen está compuesto de tres partes (Combray -Combray, Un amour de Swann y Nom de pays: le nom ) y contiene esencialmente la mayoría del material temático y formal que da lugar a la escritura del autor, concebida a través de la recuperación poética de lugares y anécdotas de la infancia y la juventud del propio autor. A partir de ahí se suceden una serie de reflexiones en torno al propio hecho literario y al arte en general tomando como excusa una enorme colección de anécdotas particulares vividas por los distintos personajes, y también por el protagonista, que conducen al establecimiento de unas normas de comportamiento psicológico y toman cuerpo de verdades generales sobre la conducta de la especie humana. Temas tan trascendentes como el amor, los celos, la incomunicación o la ausencia y también (en un alarde inverso) la propia condición subjetiva de la percepción individual, precisamente la que arma todo el constructo proustiano.

La primera parte contiene la celebrada anécdota de la magdalena mojada en el té caliente por el protagonista (Proust ignora aparentemente que mojar pastas en el té es de pésima educación, pero Proust era francés y a los franceses se les suele perdonar todo), un episodio que le sirve para la recuperación de todo un mundo de recuerdos infantiles, asumiendo la verdad según la cual la memoria reside en los objetos del mundo que nos rodea, incluso los mínimos, de modo que el hecho se transforma en una llave que abre y alumbra todo un mundo infantil que hasta entonces se mantenía oculto a través del recuerdo de los pedazos del bollo humedecidos que flotan en la superficie del té que tomaba en casa de su tía-abuela Léonie, siendo un niño de vacaciones en la casa familiar de Combray. Ese dato sirve de soporte para elaborar una teoría global sobre el espacio, el tiempo y la memoria, quizá inspirada en la filosofía fenomenológica, pero que en su materia formal adopta un carácter claramente original. Los resortes de la memoria, según Proust, sólo se ponen en funcionamiento a través de los sentidos más primarios, en donde el sujeto de la experiencia adopta una papel  esencialmente pasivo. Al constituirse ello en una suceso involuntario y posiblemente casual, sucede que el caudal que se deriva es absolutamente auténtico para el sujeto, generándose así una visión objetiva que procura felicidad y plenitud (o sus contrarios) en tanto en cuanto dichos recuerdos se hallan desprovistos de la subjetividad engañosa que caracteriza las percepciones cotidianas en el mundo que actúan suplantando la verdadera materia del ser, formando una sutil barrera contra la introspección.

Cabe destacar también la creación del peculiar personaje de Charles Swann - un trasunto del propio Proust - que se erige en paradigma universal de la experiencia amorosa, algo indisoluble en sí misma del propio sufrimiento, ejercido a través de la mentira y los celos, un trabajo terrible y tortuoso que realiza el protagonista en su análisis, para extraer por inducción las citadas generalizaciones psicológicas mostradas por el narrador a lo largo de todo el relato y, en su conjunto, en toda la obra de Marcel Proust.


lunes, 20 de febrero de 2012

viernes, 27 de enero de 2012

El sentido monumental del museo. Curso de Nájera, enero 2012

El museo (del latín musēum y éste a su vez del griego Μουσείον) es una institución   permanente al servicio de la sociedad y abierta al público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y expone con propósitos de estudio, educación y deleite colecciones de cosas que tienen un valor cultural. La ciencia que los estudia se denomina museología y la técnica de su gestión museografía. Los museos exhiben colecciones, es decir, conjuntos de objetos e información que reflejan algún aspecto de la existencia humana o su paisaje. Este tipo de colecciones, casi siempre valiosas, solió existir desde la Antigüedad: un ejemplo de ello son los templos en donde se guardaban objetos de culto u ofrendas que de vez en cuando se exhibían al público. Otro tanto ocurría con los objetos valiosos y obras de arte que coleccionaban algunos poderosos de Grecia y Roma en sus casas o jardines mostrados con orgullo a amigos y visitantes. 
 El nombre de museo tal y como hoy se entiende pertenece al Renacimiento y se aplica a los edificios expresamente dedicados a la exhibición de objetos de forma más o menos permanente. Por otra parte están las galerías de arte: su nombre deriva de las antiguas galerías de los palacios, espaciosos vestíbulos de forma alargada, con muchas ventanas, abiertos y sostenidos por columnas o pilares, destinados a los momentos de descanso y a la exhibición de objetos de adorno y obras de arte. La Galleria degli Uffizzi en Florencia es un buen ejemplo de la pervivencia del término, usado como sinónimo de museo.
 En su origen, un museo era un templo para las musas, un lugar sagrado para esas hijas de los dioses mayores y que, en su origen, eran las diosas de la memoria. La memoria otorga el poder, como sustento del ser que es. No existe individuo viable sin memoria: el patrimonio del pasado en forma de testimonio y el tesoro de los recuerdos es lo que articula la existencia y sin ellos el hombre se encuentra sin rumbo. El pasado es lo que poseemos, el presente es un instante inaprensible y el futuro es solamente deseo de ser. ese pasado, de individuos y pueblos se guarda en la memoria y la memoria se carga en los objetos que la mantienen. Por esa razón, quien detenta la memoria es poderoso y quien no la estima o la pierde es débil e inútil. Las hijas de los dioses se ocupan de la memoria que se convierte así en parte de lo sagrado, de manera que el signo de poder más evidente es el de blandir los objetos de la memoria que forman el alimento simbólico de pueblos y sociedades, como es bien sabido. Si la memoria se pierde , se altera o se desvirtúa, un trabajo útil, posible y de la máxima eficacia es este de proyectar la memoria, precisamente el título del curso que nos ocupa ahora.
Las primeras colecciones del arte se encuentran en los peristilos de los templos antiguos. Delfos,  ciudad del oráculo, se gloriaba de poseer un tesoro de esta especie repartido en tantas salas como diversos pueblos había: también el templo de Juno en Samos y la Acrópolis de Atenas estaban repletos de obras maestras. De igual modo, los sucesores de Alejandro Magno se esforzaron - después del breve intento del macedonio para generar un imperio ecuménico - en reunir esculturas que otorgaban realce a sus triunfos empleando esas obras también para el embellecimiento de sus capitales. De ese modo, en Alejandría y durante la época de los Ptolomeos, el primero de ellos, un antiguo general de Alejandro, levantó un museo para su propia gloria dedicado al desarrollo de todas las ciencias que servía además para tertulias de literatos y sabios bajo el patrocinio del nuevo faraón de Macedonia. En aquel museo se fue formando poco a poco la trascendente Biblioteca de Alejandría. Esos invasores fundaron la última dinastía conocida convirtiéndose en unos extraños egipcios que también hablaban griego y gracias a ellos conocemos los secretos del antiguo Egipto, ignotos hasta entonces. Lo curioso es que, con el tiempo, fueron más egipcios que los propios nativos, tal y como se reconoce en Cleopatra, la última reina de Egipto y con quien acaba una historia milenaria. 

 Roma hereda ese caudal y los escritores latinos señalan la existencia de un significado adicional para "museo". Todo parece indicar que así llamaban en la antigüedad romana a unas grutas con unas características especiales, y que, situadas dentro de las villas, sus propietarios las utilizaban para retirarse a meditar. Esos museos, así como los ninfeos eran partes sustanciales del recreo de la villa de un poderoso. Siguiendo esa costumbre oriental, las imágenes de los dioses de los pueblos vencidos formaron parte del cortejo del romano vencedor y figuraban en el triunfo en el mismo lugar que los prisioneros. Una forma ingeniosa de apropiarse de su memoria para sustituirla por la del poderoso. Algo parecido se ha hecho en los distintos gulags (de unos y de otros) a lo largo del siglo XX. De hecho, el emperador Nerón, el último de los claudios, hizo traer de Delfos unas quinientas estatuas para adornar su palacio imperial y aumentar el lujo del edificio, aunque esas instalaciones no constituían propiamente lo que hoy se llama un museo.
Nerón se sentía un griego, quizá un filósofo o un aedo, y esa acumulación le parecía un adorno de guso excelso para mostrar su poder los edificios públicos y los palacios en los cuales el arte se entremezclaba con una naturaleza domesticada. Esa confusión entre continente y contenido crea la primera idea del museo como lugar monumental, un símbolo del poder que posee la memoria de los hombres depositada en sus objetos.

Con el advenimiento de otras doctrinas alejadas de lo pagano el asunto cambió. El poder estaba ahora en otra parte, de forma que el mundo imitativo basado en la antigua creación del mundo de los dioses a la manera de los hombres cambió. La nueva generación estaba formada por gentes errantes del desierto, una especie de antiguos beduinos que se habían asentado en la orilla occidental del Jordán y cuyas creencias no requerían de un apoyo tan formal. Las gentes del desierto creen en los espíritus, que son de por sí invisibles: el nombre del espíritu (tiene muchos) no se escribe ni se pronuncia, ni siquiera se representa. Basta su palabra en forma de ley. La iconografía se dirige hacia esa forma de adoración espiritual, de modo que los objetos del mundo no son importantes: la memoria es un asunto del espíritu, de forma que los objetos y las ciudades importantes son celestiales: su representación es solamente una vía para acceder al mundo del Espíritu, que es donde el verdadero premio reside. 


De ese modo, a principios del siglo XV, en Roma solamente se conservaban unas cinco estatuas clásicas de mármol y una de bronce. El dios Pan había muerto hacía muchos años y esos objetos carecían de cualquier utilidad; eran incluso nocivos ya que distraían al hombre de sus verdaderos fines.

El asunto fue cambiando poco a poco, en parte y paradójicamente gracias a la Escolática, que había traído a Aristóteles a la palestra en un loable intento de conciliar la fe con la racionalidad. Otra vía fue el comercio y un mudo árabe floreciente que valoraba el placer y la poesía, pero también la filosofía y la matemática. La señalada fue, que inauguró una nueva era para las artes a través de Cosimo I Médici que se dedicó a reunir antigüedades y puso así sí los cimientos de la luego célebre Gallería. Otros príncipes siguieron ese primer ejemplo en busca de la misma gloria y prestigio, e incluso León X, otro Médici descendiente de aquel construyó una villa sobre el monte Pincio que fue el punto central en que se depositaron todas las obras de arte antiguo que iban apareciendo debajo de la Roma medieval. La costumbre fue seguida por las familias nobles de Italia: Los Sforza, los Este y los Canosa, por solo citar algunos, participaron de esta inclinación: se emprendieron excavaciones y se continuaron con perseverancia. Estas colecciones empezaron a formarse al mismo tiempo que las de medallas. La familia Este fue la primera que formó un gabinete de piedras grabadas en Ferrara: parece que la nueva civilización que entonces se estaba inventando necesitaba material para enlazarse con la civilización antigua y apoyar así su poder sobre una base de máximas que la antigüedad había dejado escritas.



El gusto por las medallas y las piedras grabadas trajo bien pronto aparejado el de las estatuas aunque éstas permanecieron largo tiempo donde podían servir de adorno: bibliotecas, salones de palacios, jardines o parajes significativos. En Inglaterra no fue hasta 1683 cuando el Museo Ashmolean de Arte y Arqueología, situado en Oxford, abrió sus puertas cuando la famosa universidad de dicha ciudad decidió mostrar al público la colección que Elias Ashmole había legado cuatro años antes. El edificio destinado a alojarla se convirtió así en el primer lugar de exposición abierto al público de forma permanente. La costumbre se imitó y durante el siguiente siglo fueron inaugurados el Museo Británico en Londres, el Louvre en París o el Prado en Madrid, siempre bajo la tutela real. Continente y contenido habían logrado reencontrarse para seguir unidos, de forma que el uno daba prestigio al otro y esa relación confirmaba la condición del poderoso, poseedor de la memoria de las cosas.

 La cuestión fue cambiando aunque simbólicamente es exactamente igual. No existe hoy poderoso que se precie que no tenga una buena colección de arte. Pero las mayores colecciones (en el caso de los particulares) son las los bancos, que son obviamente los más poderosos entre aquellos. También están los Estados que demuestran su poder exhibiendo la memoria del pueblo. En ello se hermanan regímenes de distinto signo  dentro del mundo civilizado y sin civilizar. Sin embargo esa idea inicial tiene sus derivaciones, que son de máxima utilidad para mantener el poder de los símbolos. El aumento de la cultura y la revolución científica han producido una evolución de la antigua idea sacra del museo hacia formas más amables: en la actualidad un museo es un establecimiento complejo que requiere múltiples cuidados, instalaciones precisas y una amplia plantilla de trabajadores de las más diversas profesiones. Generalmente cuenta con un director y uno o varios conservadores, además de restauradores, personal de investigación, becarios, analistas, administradores, conserjes o agentes de seguridad, entre otros, todo ello encaminado a la divulgación de la cultura, la investigación, las publicaciones específicas y las actividades educativas. En los últimos años también se ha convertido en costumbre la idea de  exposiciones itinerantes en las que museos de distintas ciudades aportan algunas de sus obras para que puedan verse todas reunidas en un mismo lugar dentro de museos concretos, creando así un concepto de “museo global” que se ve en el museo de cada ciudad con cierta periodicidad. Esas exposiciones refuerzan el prestigio y el poder de las autoridades que las convocan y rinden un excelente servicio a la cultura de los ciudadanos, de forma que se ha logrado algo desde la época absoluta, a pesar de las colas.
Desde ese punto de vista, lo importante y fundamental en un museo es preservar y conservar las colecciones que son lo que lo dota de sentido. Un museo sin colección no es tal. Eventualmente, el continente puede tener también una categoría monumental; es entonces el continente un museo de sí mismo y para ello pueden estimarse los casos paradigmáticos del Prado, Louvre y otros que son edificios monumentales. Pero nadie piensa en un Louvre vacío, si no es por una tragedia o por una guerra, tal y como ha ocurrido recientemente con el antiguo Museo de Antigüedades de Bagdad. La conservación de la colección es pues prioritaria, una razón por la cual todos los museos, en mayor o menor medida, se van reformando para poder seguir cumpliendo su función. Y se renuevan con criterios modernos de conservación.

Para eso se necesita dinero. En España, desde finales de los 60, todos los museos estatales adquirieron la condición monumental, basándose  en esa idea antigua  sacralizada, aunque lo cierto es que era una treta administrativa para obtener fondos para sus acondicionamiento, siempre problemático y exigente. esa condición ha hecho que hoy esos edificios se consideren BIC (Bienes de Interés Cultural). Es un bien de interés cultural porque atesora en su seno objetos de la cultura. Así de simple, pero siguiendo una tradición antigua. Sin embargo, el objeto de los museos y sus fines ya están señalados, aunque existen casos en los cuales edificios sin valor o sin interés alcanzan una condición que no merecen por sí mismos, sino por su condición de envolvente de esos tesoros. Pero la envolvente no es siempre sacrosanta: depende de la propia condición envolvente, de modo que si se mutila o se altera en perjuicio de lo que se contiene será legítimo proceder a su sensata renovación. Esta es la línea que se ha seguido en la museología de los últimos treinta años, con ejemplos no exentos de polémica. El ejemplo del caso propuesto en el curso para el Museo del Traje en la Ciudad Universitaria de Madrid es un caso último y excesivo de esa contradicción eterna entre contenido y continente que está en la esencia del concepto. La polémica está, desde luego, servida.


              Manuel Manzano-Monís. Nájera, enero 2012