lunes, 30 de marzo de 2009

Ciudad y memoria...



















Walter Benjamin

El carácter destructivo no ve nada duradero. Pero por eso mismo ve caminos por todas partes. Donde otros tropiezan con muros o con montañas, él ve también un camino. Y como lo ve por todas partes, por eso tiene siempre algo que dejar en la cuneta. Y no siempre con áspera violencia, a veces con violencia refinada. Como por todas partes ve caminos, está siempre en la encrucijada. En ningún instante es capaz de saber lo que traerá consigo el próximo. Hace escombros de lo existente, y no por los escombros mismos, sino por el camino que pasa a través de ellos. El carácter destructivo no vive del sentimiento de que la vida es valiosa, sino del sentimiento de que el suicidio no merece la pena.



(W. Benjamin. EL Carácter Destructivo)


Antes teníamos miedo del bosque. Era el bosque del ogro, del lobo, de la oscuridad. Era el lugar donde podíamos perdernos. Cuando nuestros abuelos nos contaban cuentos, el bosque era el lugar preferido para ocultar trampas, enemigos o angustias. En cambio, nos sentíamos seguros entre las casas, en la ciudad, entre los vecinos. Era éste el lugar donde buscábamos a nuestros compañeros y nos encontrábamos para jugar juntos. Ese era nuestro mundo. Pero todo ha cambiado con el curso de pocas décadas; la ciudad ha perdido sus características, se ha vuelto peligrosa y hostil. El bosque se ha vuelto bello, luminoso, objeto de sueños y deseo; la ciudad se ha vuelto fea, gris, agresiva, peligrosa y monstruosa. La ciudad ya no tiene habitantes, ya no tiene personas que viven sus calles y sus espacios: el centro es un lugar para trabajar, comprar, ir a la oficina, pero no para vivir allí; la ciudad ha perdido su vida. La ciudad se ha convertido en el bosque de nuestros cuentos. Palabras parecidas a estas abrían en 1991 el libro de Francesco Tonucci La ciudad de los niños.














Emilio Lledó también señalaba cómo la memoria y el olvido conforman una oposición necesaria y constante que marca toda la literatura. Así, mientras la memoria constituye un enorme espacio de experiencia, de ejemplo, de aprendizaje y de escarmiento, el olvido significa algo parecido a la muerte. Baudelaire opinaba igualemente que la ciudad ideal es aquella donde la actualidad no ignora ni borra el pasado pues las etapas por las que atravesó han dejado una huella indeleble que la convierte en un archivo de la historia. Cuando las alteraciones que ha sufrido anulan sus señas de identidad y borran las referencias del pasado, la ciudad muere y sobre su cadáver emerge otra diferente, espuria y carente de contenido histórico.














Si intentamos recordar las plazas y las calles del centro histórico de distintas ciudades y sobre ellas superponemos imágenes de sus periferias, nos será fácil constatar cómo en el primer caso nos vienen a la memoria recuerdos concretos de un lugar determinado, una serie de rasgos definidores de una personalidad que las hacen únicas y las diferencian, mientras en el segundo caso nos será difícil recobrar un recuerdo que haya permanecido en nuestra memoria por su carácter diferenciador. Los elementos estructurales de la ciudad son la casa, la calle, la plaza, los edificios públicos y los límites que la definen. Esos elementos responden a necesidades profundas de la ciudad y a condiciones nacidas del entorno físico y del paisaje. Si las ciudades tienen características tan diferentes cabría preguntarse por qué el crecimiento de las mismas es idéntico.















Las periferias son idénticas en todo el mundo porque son el resultado salvaje de la necesidad de los seres humanos de tener un espacio de soporte para sus actividades. Pero la mayoría de las ciudades han crecido de espaldas a las necesidades de las personas y ya no son lugares de encuentro sino de separación. Se han diseñado segregando porciones especializadas, de forma que el tránsito de unos lugares a otros se convierte en una vasta tarea de superación de dificultades. Son zonas inhóspitas donde se aprovecha el espacio residual entre edificios para poner algunos árboles y denominarlas zonas verdes. No hace tanto tiempo que calles y plazas eran un lugar de encuentro donde la imaginación era capaz de convertir el recodo más insólito en el mejor escondite; una ciudad para vivirla, recorrerla, mirarla, olerla y conocerla para construir una relación inolvidable. En pequeñas ciudades y pueblos aún es posible esta forma de vida, pero en el resto, los automóviles se han hecho los amos del lugar y la codicia la razón única de su crecimiento, de modo que es imposible reconocerse en ella.















Antes, existían había pequeños patios y jardines traseros que la normativa actual ha desechado: la ocupación completa relega esos antiguos espacios a terrazas imposibles que no albergan ningún tipo de vida y que sirven exclusivamente de cubierta para un congestionado garaje. Hasta el momento son pocos los planes de urbanismo que reducen a límites razonables la expansión urbana, los que han reservado las mejores áreas no edificadas para los equipamientos, los que sitúan estos equipamientos a distancias asequibles de todos los barrios y los que contienen un programa de transporte público. Es necesaria una renovación de raíz de la concepción del desarrollo urbanístico, invirtiendo su carácter cuantitativo por otro cualitativo, de forma que los recursos existentes se utilicen para paliar y no agravar las carencias de los actuales asentamientos. Es necesaria la toma de conciencia de la igualdad entre todas las personas y la existencia de una conciencia que permita esta paridad. Poner el urbanismo al servicio de la memoria, los afectos y las necesidades de toda la sociedad, utilizándolo como instrumento que facilite la convivencia y el desarrollo de un mundo más amable.



















Por fin se empieza a plantear la necesidad de crear ciudades sostenibles, es decir, ciudades respetuosas con paisaje, tanto en su funcionamiento como en su proceso de construcción. Se trataría de encontrar una nueva lógica para los espacios públicos, apoyados en una red reconocible y segura que articule el esqueleto funcional de la ciudad, soldando todos los espacios aislados de los equipamientos y permitiendo su integración, como ocurría en el pasado. Eso obliga a rechazar un urbanismo cuyo interés primordial es plasmar en planos los usos del suelo, la localización de la actividad, la segmentación del territorio, olvidando que en esos espacios viven personas que se interrelacionan a otra escala.




















El automóvil no es un medio universal de desplazamiento, sin embargo se siguen realizando inversiones en infraestructuras de gran capacidad que no usan la mayoría de la población y que tienen consecuencias medioambientales muy negativas, sólo para satisfacer las necesidades de movilidad de un escaso porcentaje de población, que en su mayoría son hombres en edad activa, es decir, para beneficiar a un modelo productivo y de desarrollo territorial que busca ventajas para los sectores que están en el poder. Las únicas energías inagotables y que no producen residuos son las renovables: sol, luz, viento o mareas. Existen numerosa ejemplos de arquitectura tradicional o vernácula que han utilizado históricamente estas energías en función de su máximo aprovechamiento. Si la planificación no se asienta sobre el ideal comunitario que presupone siempre signos de convivencia y entendimiento, la ciudad sumerge a su habitante en la soledad. En una teoría urbanística hecha a la medida humana, la ciudad debe ser la prolongación de la casa; el ámbito a donde apuntan los vectores de la vida individual, y donde ésta encuentra los márgenes que la constituyen como parte de una colectividad estimuladora y enriquecedora, lejos de un desmesurado poder tecnológico que sacrifique, para nutrir su ineludible necesidad de expansión, el trazado humano de la ciudad. Pero ese sacrificio implica también la desaparición del suelo histórico, de la memoria colectiva que expresa la continuidad en el tiempo y el reencuentro con un pasado que, asumido como cultura, fortalece y dignifica el presente. Inmersa en esa instantaneidad sin recuerdos, Lledó piensa que la conciencia del hombre pierde cualquier relación que la cobije en un marco total de referencias.




















Bibliografía

La Ciudad de los Niños. Barcelona. 1991.
Lledó, Emilio (La máquina de la ciudad: entre la naturaleza y la técnica).
Arquitectura, técnica y naturaleza : en el ocaso de la modernidad/ coord. por Luis Fernández Galiano, 1984.
Lledó, Emilio (1992) El surco del tiempo. Barcelona: Crítica
---------- (1998) El silencio de la escritura. Madrid: Espasa Calpe

3 comentarios:

Fujur dijo...

Perdona mi tardanza... pero es que tengo el PC reparándose...

supongo que lo que escribes mucho tiene que ver con que, antes, el ecosistema (como hablábamos y tú magistralmente comentaste en mi blog) era el "bosque", ahora lo es la ciudad. Me explico. Antes éramos parte de "lo natural" y ahora somos, más que nunca, dioses creadores de nuestro ambiente, de nuestro propio ecosistema. Como cualquiera de éstos, también tiene sus peligros. No sé si la contaminación no deja de ser un nuevo depredador, inerte, que acaba con no pocas vidas, al igual que coches que atropeyan, metros en los que la gente se cae o causas diversas...

me ha encantado!

M.Monís dijo...

Lo natural es una entelequia derivada de una noción cultural. Evidentemente, la "naturaleza" ni piensa ni siente, solamente son los seres que la habitan los que pueden hacerlo. Pero una parte del discurso cultural ha concedido a la naturaleza virtudes morales, cosas que no pertenecen al reino de lo inanimado. Es un viejo tema que ha hecho correr ríos de tinta...sin embargo, y a partir de Wilde en su "Declive de la mentira" ya se sabe que es la naturaleza quien imita al arte y no al revés.

De modo que , ahora tenemos la naturaleza que nos merecemos y que está inscrita en las cooordenadas de nuestra cultura globalizada que incluye la contaminación, los cayucos, la miseria africana y telecinco.

Y es esa misma cultura la propia madre de nuestros nuevos temores y conflictos y también que busquemos esa Arcadia en esos bosques que hoy ya se han hecho impenetrables por falta de cuidados, o que fijemos nuestra visión en cuestiones tan alejadas de nosotros mismos como los dinosaurios.

También que se considere el "medio ambiente" como una nueva deidad a la que adorar, sin ver que ese medio es un resultado de la acción del hombre. La solución , como siempre, está dentro y no fuera...en el pasado, las gentes que viajaban menos y pensaban más tuvieron una idea más amable y armoniosa del cosmos...hoy todos nos vamos a Cancún, eso sí, sin salir del hotel...

Un abrazo, Fujur

M.Monís dijo...

Por cierto...ATROPELLAR SE ESCRIBE CON ELLE...

No seas rústico, Fujur...