martes, 23 de septiembre de 2008

Sostiene Felix de Azúa





















Sostiene Felix de Azúa, a propósito de los caballos de la cueva de Chauvet sobre la exactitud de trazo, la seguridad y elegancia de las curvas, la perfecta proporción y, sobre todo lo demás, los ojos, apenas una leve almendra vivamente expresiva.






Sostiene también que los caballos de Rubens (o Velázquez) no miran igual, abrumados por la gloria del jinete y la desmesura del espectáculo. Los caballos cavernarios tienen la mirada tierna y dócil, como algo que resulta inseparable de los hombres.













Son estos caballos los que aún corren por las estepas de Asia Central, paticortos, cabezones, con el vientre abultado y de una resistencia legendaria con sus cortas crines alineadas en paralelo, al modo de mohicanos antiguos y modernos.









Estos caballos están pintados al carbón y al difumino, como si de una vieja sinopia se tratara, trazados quizá por la mano de aprendices bajo la dirección de un maestro que delineaba trazas asombrosas en las profundidades de hace treinta mil años. Tampoco los caballos de Chauvet- sostiene Azúa - tendrían nada que envidiar a la cuadriga griega que antiguamente coronaba la basílica de San Marcos de Venecia antes de ser sustituida por convencionales reproducciones de poliester.














Los caballos paleolíticos también serían superiores a los caballos de Meissonier. o incluso los del mismísimo Gericault, un maníaco de la equitación cuya afición le costaría la vida a la edad de treinta y tres años, tal y como es sabido.















Sin embargo, estas inquietantes pinturas se han aceptado con total naturalidad por el mundo contemporáneo, como si la aparición de imágenes perfectas en la historia del universo fuera cosa ya sabida y asumida. Y lo que es peor aún, el hecho de que dichas representaciones aparecieran dentro de una sociedad sin una previsible necesidad de adorno y situada en el límite mismo de la supervivencia.







Sostiene Azúa que esos caballos no pueden constituir imágenes religiosas ya que es imposible separar un ámbito específico para dicha cuestión en ese mundo primitivo: todo debía ser religioso o por el contrario nada lo era, con lo cual el adjetivo se convierte en algo fútil y sin interés. Posiblemente esos pintores ni eran religiosos ni creerían en nada, aunque temieran a lo inaprensible dañino, al igual que hoy en día se teme al Alzheimer, a la vejez o a la contaminación del aire y los mares.










Tampoco cree posible Azúa una asociación con los consabidos rituales de caza, del mismo modo que las pinturas ecuestres de los ya citados Rubens o Velázquez sólo tendrían relaciones tangenciales y escasas con el protocolo de la casa de Austria.















Es indudable, sin embargo, que en algún momento los humanos necesitaron imágenes y precisamente entonces las produjeron. Esas imágenes nacieron cuando los humanos sintieron la inexcusable necesidad de ver hacia fuera, y con ello inventaron la visión entendida como un
lugar orográfico desde donde se ve.



















Esas propias imágenes crearían así un poderoso instrumento técnico de ampliación del cuerpo a través de la creación de otros mundos posibles: gracias a ése instrumento su mundo obligatorio (aquel al que luego se denominaría Paraíso) se convertiía en un dominio controlado imaginario manipulable a su merced.












Sostiene también Azúa la existencia de una necesidad insensata e inevitable que supuso la ruptura ya definitiva e inicua con el ámbito natural primitivo que ahora pasaría a ser representado con imágenes desde esa visión recién descubierta. No se sabe como ocurrió, pero cabe sospechar que la perfección súbita de esas imágenes parietales quizá revele la existencia de luchas seculares de enfrentamiento iconoclasta entre clanes y grupos, precisamente porque representar animales era rebajarlos de rango y los convertía en meras unidades intercambiables.












La representación rompió la unidad personal del animal convirtiéndolo en clase: a partir de la primera imagen esa individualidad del animal concreto se desvanecía y la carne pasó a ser una idea hasta llegar- según sostiene Azúa – al idealismo platónico en el que esa idea era solamente una sombra fugaz en la caverna.











Los hombres somos lo que dicen nuestras imágenes que marcan de ese modo la inserción del individuo en el cosmos separando lo que se puede ver de lo invisible. Esa pérdida es tan severa y terrible que habría que inventar luego a un sujeto (al que se llamaría "artista") para que pudiera investigar con mayor o menor propiedad en lo que los demás no pueden ver.







Entre aquel que vio a bisontes y caballos pintados y entre el que jamás los atisbó existe una separación existencial profunda, al igual que existe esa distancia entre el lienzo de un desnudo y la carne realmente contemplada.






Para quien no conoció las imágenes (sostiene Azúa) esos animales; caballos, ciervos o bisontes eran seres reales (a veces excepcionales) que se cruzaban en su camino, vivos, muertos o azuzados por los cazadores del clan, mientras que ese mismo clan se hallaba sometido aproximadamente al mismo destino incierto que sus víctimas. Esta condición producía un nivel de igualdad entre contemplador y contemplado, sin otro privilegio que el de la ocasión, dentro de un universo de oportunidades equivalentes.














Ese comportamiento determinó una profunda veneración entre los cazadores y las posibles víctimas que les habían permitido crecer y prosperar durante muchos milenios, de modo que la memoria del asunto ya se había perdido; esa relación constituía una parte del paisaje asumido por generaciones a lo largo de los años. Sin embargo, para el niño que ya había visto a aquellos animales en las paredes húmedas de la caverna, esos ejemplares reales eran sólo casos, o copias a lo sumo de los pintados ( y verdaderamente reales para él) que ya conocía desde que nació a través de los muros de su casa, o del fondo de aquella cueva al cual había sido conducido para aprender la realidad.









La imagen se había convertido en lo permanente y la carne real era tan sólo una forma que se cruzaba para desaparecer, ser olvidada y tal vez consumida.
Una vez abolida esa frontera que abría paso franco al dominio de las representaciones y los signos sobre la propia realidad física, era obvio proceder a otra nueva operación que completara el vacío conceptual: para ello, el hombre produjo el invento de unos dioses que aparecerían o decaerían también en el mismo acto de ser representados.














De ese modo, quienes convivieron desde niños con las imágenes de los dioses no podrían creer en ellos si alguna vez y de milagro aparecieran realmente en su camino. Por esa razón, el cosmos del idólatra solamente se puebla con hombres (que son los que se ven) o espíritus (que no se pueden ver) ya que no existe ser que pueda ser igual la que se adora como tótem. Ese parece ser el origen del antiquísimo tabú iconoclasta (ni se representa a Dios, ni se le nombra) que se basa en una razón de creer que no se apoye en representaciones artísticas o formales (que serán en si mismo malignas y deben ser, en consecuencia destruidas). Queda por ver- según sostiene Azúa – cual será el lugar del otro en un mundo como el nuestro, constituido casi exclusivamente por imágenes... ¿Practicaremos en secreto y sin saberlo algún tipo de idolatría?
















(Sobre el artículo de Félix de Azua. “El País” 13 de septiembre de 2008
)

4 comentarios:

Ramon de la Mata dijo...

estoy de acuerdo

M.Monís dijo...

Bienvenido Ramón...celebro que estés de acuerdo

un abrazo

MMM

Nicolás dijo...

!!magnifico!!

Nicolás dijo...

!!magnifico!!