viernes, 3 de mayo de 2013

Manuel Manzano-Monís y Mancebo (Sevilla, 3 de mayo 1913, Madrid, 26 de octubre 1997)

 
Mi padre fue sin duda un vagabundo del arte de los demás pero también del suyo propio, tanto en la música, la pintura, la poesía o la literatura. Quizá fue - sobre todo lo demás - un vagabundo de la arquitectura, algo que ocuparía de lleno su vida y salvó en cierto modo una existencia agitada. Modesto en su vida, aunque algo exigente y exagerado en la manifestación apasionada de sus opiniones, había nacido en Sevilla como hijo de un ingeniero industrial de vocación literaria y una dama de ilustre raigambre - ambos onubenses de origen - a los que el destino llevaría a esa ciudad durante un corto período. Bautizado en la iglesia de Todos los Santos del popular barrio de La Macarena, nunca pudo sustraerse a la influencia mítica de su tierra natal, aunque los avatares de la vida lo llevaran muy lejos. Sevilla fue siempre para él fuente de toda clase de resonancias y también recuerdo de lecciones aprendidas de sus reyes, filósofos, poetas o pintores. Mi abuelo, Luis Manzano, trabajaba entonces para una compañía de ferrocarriles y el ferrocarril en España desemboca inevitablemente en Madrid, de modo que allí fue donde recalaría finalmente la familia. Tuvo suerte, y sus padres lo mandaron pronto a aprender al legendario Instituto-Escuela, primero en su antigua sede de la calle Miguel Ángel y después en el pabellón de los Altos del Hipódromo. Su primera maestra fue María de Maeztu, una mujer singular de la cual aprendió las normas de la Institución que inculcaron en su ánimo un profundo respeto por la Historia, tanto como una curiosidad permanente por la geografía del territorio. Recordaba en ocasiones su infancia la antigua subida hacia el Toledo de entonces, mochila al hombro, junto al resto de los alumnos al subir en su excursión los trescientos escalones que llevaban hasta la ciudad, así como la terrible dimensión de los sillares romanos del acueducto de Segovia. La enseñanza era severa - recordaba - pero parece que dejó en él un sedimento profundo, fruto sin duda del mérito generoso de quienes aprendía, con figuras prominentes como Manuel Gómez Moreno, Emilio Lafuente Ferrari,  Jacinto Alcántara, Manuel de Terán o el maestro Benedito, unos personajes que alcanzarían gran renombre dentro del mundo intelectual. Reconocía también haber sido un estudiante díscolo y - como hombre apuesto que siempre fue - gustaba de los deportes, pues nació en la época de la pérgola y el tenis, en las palabras felices de Jaime Gil de Biedma.


Los estudios escolares lo ocuparían entre 1920-1930 y al salir se había convertido en un perfecto republicano de los de 1931 cuando ya había empezado a estudiar Arquitectura en el viejo caserón de San Bernardo. Vagabundo era y también fue vagabundo en política, de modo que algo debió ocurrir que lo hizo cambiar de orientación al verse traicionado: primero e hizo falangista de la primera hora; cuando se declaró la Guerra Civil estaba en la casa veraniega de Los Molinos de Guadarrama y allí mismo le propuso a mi abuelo pasarse con toda la familia de siete hermanos a través de la sierra hasta Segovia pero mi abuelo se negó, con toda lógica. Tomaron el último tren para Madrid y allí pasaría parte de la guerra como quintacolumnista. Cierto día de 1937 recibió un aviso alarmante y tuvo que huir de la ciudad para salvarse pasando con otros el frente por Jadraque (Guadalajara) a punta de pistola: así era él. Posteriormente se hizo alférez provisional de Ingenieros y terminó la carrera en 1941, aún con el correaje puesto, según decía. Cierto era también que siempre había tenido afición por la pompa y los uniformes: de hecho, el primer disfraz de carnaval que me proporcionó fue el de un antiguo soldado de la Guardia Real, con ros incluido. Se ve que para entonces su fe se había trasladado hacia Don Juan de Borbón y Battemberg, algo que mantuvo inquebrantable hasta el final. Quizá tenga cierta lógica pues los buenos republicanos abominan de las dictaduras, ya que para dictadores quizá mejor los reyes, pues al menos tienen una legitimidad histórica, algo que seguramente aprendió mi padre de la Institución Libre de Enseñanza.














En su faceta de arquitecto siempre recordaba a profesores como José Ramón Zaragoza - con quien trabajaría después en su academia de dibujo durante tres años - y a otros maestros como Antonio Flórez, Luis Moya, Francisco Iñiguez o Leopoldo Torres Balbás. Consecuencia de todo esto fue el desarrollo de una formación eminentemente clásica que solía oponer a la retórica moderna. Mi padre se manejaba con módulos o proporciones y así, con el tiempo, se convirtió en otro maestro en el arte de medir la arquitectura. En realidad, todo aquello le serviría para desarrollar un extraordinario talento compositivo que sabía exponer mediante la excelencia de su dibujo: podía perfectamente representar las molduras de un entablamento corintio en una servilleta de la barra de un bar mientras tomaba el aperitivo. Quizá fuera esa facilidad lo que lo llevó a trabajar durante los dos últimos años de carrera como ayudante de Pedro de Muguruza - un famoso arquitecto de Elgóibar, clásico entre los clásicos - para después convertirse en arquitecto municipal de Baza, ciudad donde realizaría su primer proyecto de restauración para el Palacio de los Enríquez. Fue siempre una persona activa, de modo que meses más tarde fue contratado por la Obra
Sindical del Hogar para la provincia de Albacete con objeto de realizar “viviendas protegidas”, un nombre pintoresco que entonces se daba a los alojamientos económicos. Su trabajo se centraría en los pueblos de Ontur y Montealegre del Castillo en donde realizó proyectos a los que trataba de dotar de un sentido a la vez popular y estético, algo que en aquellos tiempos se consideraba incompatible con el verdadero utilitarismo social que propugnaba el progresismo en boga. El primer trabajo de investigación se produjo poco tiempo después, y versó sobre la plaza monumental de Alcaraz, una pieza en la cual la mano del arquitecto Andrés de Vandelvira se presenta con toda su potencia. El famoso convento de Santo Domingo
y la iglesia de la Santísima Trinidad con sus dos torres de planta pentagonal - únicas en España - dentro de un conjunto de edificios renacentistas singulares formaron parte de una monografía que publicó en 1946 el Marqués de Lozoya y que supuso finalmente la declaración como monumento de la hermosa villa de la serranía de Albacete.













En aquella época empezaría también a realizar proyectos para diversos concursos, obteniendo galardones en Calahorra y Alicante, aunque su devota admiración por Vandelvira lo condujo pronto a los términos de Uclés y Villacarrillo, en donde el tránsito estilizado del gótico en su versión más renacentista se muestra con la agrupación de sus característicos órdenes arquitectónicos alargados y heterodoxos. Los estudios realizados en Baza lo llevaron también en 1944 a la Exposición Nacional de Bellas Artes de Barcelona - una ciudad en donde pondría casa durante un lapso breve y donde obtuvo la segunda medalla en la Sección de Arquitectura, así como una mención honorífica del Colegio de Arquitectos por la citada monografía. A su vuelta a Madrid en 1947 se presentó al concurso para el enlace del Parque con la Alameda en Málaga en el cual ganó el segundo premio mientras que el primero quedó desierto. En ese mismo año se presentó también a otro concurso para la ordenación del entorno del Acueducto de Segovia en donde obtuvo una mención. Al
año siguiente se casó con mi madre y yo sería su primer hijo, precisamente el último día de 1948: trabajaría posteriormente en Úbeda y Baeza, plazas muy ligadas al mismo Vandelvira y Diego de Siloe, lugares donde en la organización del espacio envuelve edificios como la iglesia de Santa María, los palacios de Vázquez de
Molina, del Deán Ortega o de Mancera, así como la célebre Iglesia del Salvador. A continuación, realizó el estudio del Plan de Ordenación de la Ciudad de Ronda, dibujando una espléndida panorámica que recuerdo colgada en casa durante los años de mi niñez. El Plan de Ordenación de Albarracín que redactó después le supondría una posterior exposición en Teruel seguida de una conferencia publicada por el Instituto de Estudios Turolenses. 













Pese a toda esta trayectoria inicialmente exitosa, parece que en aquella época su fe en los concursos empezó a quebrarse y fruto de ello fue la reanudación - ya como arquitecto - de sus colaboraciones con Pedro de Muguruza: fue entonces cuando comenzaron sus contactos con Fuenterrabía para un nuevo Plan de Ordenación: aquello fue para el verano de 1951, pero en febrero de 1952 murió Muguruza y mi padre se encargó de sus obras inconclusas, algo que le permitiría asegurar una primera aproximación en darse cuenta de la importancia que tenía aquel histórico recinto fortificado, entonces abandonado y ruinoso. En esa misma época realizaría en Madrid algunas obras en colaboración para el Hogar del Empleado en la calle de Dr. Esquerdo y una interesante galería comercial en la calle Fuencarral nº 77. En esta segunda obra adoptaría ya criterios más vanguardistas mediante la incorporación de un trazado sinuoso con una plaza intermedia con la generación de distintos ambientes que mostraban una riqueza espacial insólita en muy poco espacio. Creo que fue la influencia de las nuevas tendencias de la arquitectura italiana de posguerra lo que produjo en ese momento el abandono del clasicismo autárquico que había practicado y también lo que se tradujo en una serie de realizaciones felices debidas a su innegable talento. 



































En 1955 se convocó el concurso para la construcción del monumento a Calvo Sotelo que recogió catorce proyectos: el jurado le otorgó el primer premio en las dos convocatorias realizadas y la obra fue emplazada en el centro de la entonces desierta Plaza de Castilla: hoy todavía puede verse en su nuevo lugar, restaurado delante del edificio de los Juzgados siguiendo el trazado regulador original.














En 1958 fue nombrado arquitecto municipal de Fuenterrabía con objeto de estudiar un nuevo planeamiento para la ciudad, que quedaría terminado en 1959. Aquel año se celebraba el tricentenario de la Paz de los Pirineos y la Comisión Internacional designada al efecto le encargó la rehabilitación del castillo de Carlos V para la celebración de una exposición antológica y para noviembre estaba terminada la obra destinada al evento que se ha conservado hasta hoy con algunas modificaciones. El resto de su vida mantuvo una actividad desdoblada entre Madrid y Fuenterrabía: para 1962, recibió el encargo para la ordenación del casco antiguo de la ciudad, una tarea que abordaría con un entusiasmo indescriptible investigando durante un año entero en los archivos del Servicio Cartográfico del Ejército, el Histórico Militar, el propio archivo municipal y el del Museo de San Telmo en San Sebastián. Aprobado el Plan inicialmente por el Ayuntamiento, se acordó remitirlo a Bellas Artes pero una desdichada iniciativa municipal para construir una instalaciones deportivas frente a la única cortina murada que aún subsistía desató sin embargo el conflicto y fue mi padre quien instaría la declaración oficial del conjunto como monumento. Su valiente iniciativa le costaría sin embargo su cargo como arquitecto municipal aunque en septiembre de 1963 Fuenterrabía fue declarada conjunto histórico-artístico de carácter nacional y él nombrado consejero local de bellas artes de la ciudad. De ese modo y en breves años, el casco viejo de Fuenterrabía se revitalizó aunque nadie pudiera pensar entonces en llevar a cabo semejante tarea. El escepticismo general no alimentaba las posibilidades de un conjunto, entonces vacío y ruinoso que sólo conservaba su calle Mayor, la de San Nicolás, la Plaza de Armas y algunas otras de menor importancia para que pudiera ser objeto de alguna utilidad. Sin embargo, su idea - fruto de una ordenación meditada y precisa - daría finalmente resultado y el público empezó poco a poco a poblar de nuevo el casco antiguo.



Provisto de una actitud fundamentalmente estética apoyada en un paciente trabajo artesano dibujaba personalmente los detalles de canecillos, barandales, ménsulas, molduras, capiteles, pavimentos o edificios enteros, a veces imagino que, en realidad, mi padre fue el nuevo inventor del casco viejo de Fuenterrabía, hasta entonces sólo un objeto olvidado. Su percepción sobre las medidas de los lotes edificatorios - una disposición heredada del medievo que fijaba los impuestos en función de las luces a fachada - determinó la idea de los que denominaba "módulo de acompañamiento" una proporción concreta que caracterizaba la diferencia existente entre la edificación palacial y la doméstica: de esa forma, pudo inventarse una ciudad paralela que los modernos criticaron pero que los ciudadanos reconocían como si siempre hubiese estado instalada en su memoria. El experimento tuvo éxito y aún hoy día lo tiene: las parejas de novios van a fotografiarse allí y las vecinas pueblan de flores sus balcones; el Ayuntamiento lo saca en su página web y las casas que se construyeron después siguen aproximadamente el estilo de mi padre. En 1982 la Fundación Philippe Rotthier le otorgaría el Premio Europeo a la Reconstrucción de la Ciudad por su trabajo.

















Su actividad lo llevaría también a otros sitios como Guetaria, Hernani, el valle del Jaizubia o el lejano Avilés, lugares todos en los que formularía en papel sus teorías sobre la memoria escondida de la ciudad. El dato histórico lo condujo a formular articulaciones análogas - modernas pero al fin reconocibles - en las que su reconocida habilidad con el material otorgaba forma a los nuevos objetos con una perfecta integración dentro de su entorno y el paisaje, como si siempre hubieran estado allí. A mi me tocaría - ya terminada mi carrera como arquitecto - acompañarlo en esa época en sus proyectos de la Escuela de Bellas Artes de Bilbao, la Escuela de Artes y Oficios de Lugo, otro proyecto análogo en Tenerife y el propio chalet social del Golf de San Sebastián, un antiguo y tradicional caserío-pabellón de caza felizmente reconvertido. Todo ello hizo que quizá  cambiara su estilo, abandonando las soluciones espléndidas y coloristas de otros tiempos que había mostrado tanto en 1960 en el núcleo residencial de Francos Rodríguez de Madrid como en 1966, en el edificio de viviendas de Brune-Enea - de evidente influencia neoplástica - en la antigua campiña de Fuenterrabía para interpretar de otra forma todo lo que había aprendido a lo largo de su vida. Es sabido que el buen arquitecto domina distintos lenguajes para explicarse. A partir de su jubilación en 1983 sus años no fueron tan felices: los encargos en Fuenterrabía cesaron y eso hizo quizá que su espíritu combativo se apagara poco a poco. Para 1987 había perdido ya gran parte de la vista aguda que lo caracterizaba: aún así - y como buen vagabundo que seguía siendo - caminaba a diario hasta perderse en ocasiones, pues estaba convencido de que mientras pudiese andar seguiría con vida. Así fue, hasta que un día dejó de hacerlo y esa misma semana murió en su casa de Madrid, sentado en su butaca.




Fue la propia Fuenterrabía quien en 1998 y a través de una generosa donación del Pleno de su Ayuntamiento, le concedería una sepultura dentro del cementerio antiguo desde donde hoy puede contemplar sus obras frente al mar, y fue a mí precisamente a quien tocó realizar su tumba como su último homenaje. Mi padre, profundo admirador de José Ortega y Gasset, se presentaba siempre con un perfil arisco que probablemente escondía su inocencia natural: quizá temiera que otros pudiesen alterar una personalidad fundamentalmente apasionada, pero sería sin embargo esa misma personalidad la que fraguó la esencia de un personaje irrepetible.

Madrid, 21 de abril de 2013
Manuel Manzano-Monís y López-Chicheri. Arquitecto.

4 comentarios:

Unknown dijo...

Estupendo artículo Manolo, tu padre fué un admirable vagabundo de la arquitectura, un hombre de talento. Un tipo honesto en busca de sus sueños. Estupenda su labor en Fuenterrabia, Quizá poco reconocida, si exceptuamos el reportaje que publicó León Krier en Architectural Digest. Conservo el número de la revista, de vez en cuando la hojeo por el placer de revisar sus dibujos. Un abrazo.
Julián Manzano-Monís . Arquitecto.

Unknown dijo...

Estupendo artículo Manolo, tu padre fué un admirable vagabundo de la arquitectura, un hombre de talento. Un tipo honesto en busca de sus sueños. Estupenda su labor en Fuenterrabia, Quizá poco reconocida, si exceptuamos el reportaje que publicó León Krier en Architectural Digest. Conservo el número de la revista, de vez en cuando la hojeo por el placer de revisar sus dibujos. Un abrazo.
Julián Manzano-Monís . Arquitecto.

M.Monís dijo...

Coyán;

bsssssssssssssssssss

MMM

jormanz dijo...

Muy bien escrito, Manolo. Retrato muy fiel de tu padre. Te felicito.