lunes, 27 de febrero de 2012

Leer y escribir


Creo que fue una tarde de invierno, allá por el año 1952. No había encontrado ningún sentido en asistir al colegio, aquel mundo hostil, frío y sin sentido que me alejaba del confort y de la seguridad que hasta entonces había conocido. El edificio, con un enorme patio en forma de U rematado con una escalera imperial de la que jamás supe adonde conducía albergaba en una de sus alas las clases de párvulos, niños y niñas a los que cuidaban unas señoritas que a su vez estaban al cuidado de unas monjas muy serias con impecables tocas de color blanco grisáceo.  En esa época, el asunto era aprender de memoria unos extraños signos que la señorita escribía en la pizarra y que yo no sabía muy bien para que servían. Yo era revoltoso, hablaba por los codos y lo que me gustaba realmente era dibujar, casas principalmente: alguna vez algún árbol, el camino y el sol que yo imaginaba encima de todo aquello. Los signos de la pizarra no me divertían, pero los fui aprendiendo por pura machaconería de las profesoras. Nadie me había explicado hasta entonces que aquellos signos se correspondían con algo que pudiera ocurrir o tener un significado en el mundo real, pero como tenía entonces una buena memoria me acordaba de ellos. Los signos más fáciles y más fáciles de recordar eran lo que la señorita llamaba  “las vocales” especialmente la U que tenía una forma parecida al patio del colegio. Con su puerta en la parte abierta del signo, precisamente donde estaba la puerta por donde me veían a buscar por las tardes. Había otros signos, más complicados y difíciles de aprender por sí mismos, pues eran muy abstractos ¿Para que servían realmente…?. La señorita los llamaba “consonantes” una palabra tan abstracta como la de “vocales” que yo no acababa tampoco de entender.

Estaba resultando un alumno realmente lerdo y díscolo, siempre haciendo dibujos y poco atento a las cosas de la pizarra que no me interesaban. Entonces ocurrió, aquella precisa tarde antes de subir a clase. Todavía recuerdo aquel rincón soleado del patio al que me llevó la señorita con una cartilla para explicarme algo que parecía ser muy misterioso. Me mostró en una cartilla una primera página en la que figuraban los signos de las vocales – todas ellas – y una segunda donde parecía un signo de consonante – una B – al lado de una vocal muy característica que se parecía a los tejados de las casas que yo dibujaba en los márgenes del cuaderno. Y lo explicó. La B con la A “BA”…y me lo hizo repetir varias veces. Mi hermana se llamaba Bárbara, y en ese preciso instante comprendí que todo lo que yo hablaba se podía escribir, de modo que lo que se decía quedaba allí y esa era la forma de comunicarse de la gente cuando no estaba presente. Lo que se escribía quedaba y permanecía, de forma que ya no había necesidad de recordarlo para repetirlo. Ese descubrimiento, que aun me fascina hoy, me hizo aprender a leer y a escribir en no más de una semana: aquello era aún más importante que dibujar, pues permitía precisar las ideas mucho más exactamente. Además, cada sonido se correspondía con una letra, algo estupendo, pues no dejaba margen al error. Algo que – muchos años más tarde me hizo reflexionar cuando aprendí primero francés y luego inglés, dos lenguas que no tiene una exacta equivalencia fonética como el español, algo que me sorprendió inicialmente pero que no tiene nada de particular, pues la fonética es un convenio, precisamente el que me enseñó la profesora en aquel rincón del patio soleado mientras el sol de invierno me daba en la espalda.

Poco después empezaron los ejercicios de caligrafía, las letras debían tener una forma y un tamaño, precisamente ese y no otro. A mí eso no me parecía justo ¿Por qué las letras debían tener una forma y no otra, siempre que se entendieran…? Nadie me lo explicó entonces y nadie me volvió a llevar a aquel rincón del patio soleado para hacerlo. Ese debe ser el origen de mi tradicional mala letra cuando escribo: algunos dicen que es bonita, pero yo sé que más bien se asemeja a los caracteres cúficos del árabe. No tuve buena letra hasta que tuve que aprender – ya de mayor - a rotular, una forma lógica para expresar lo que dice el lenguaje dibujado que muchas veces no se explica por sí mismo. Una forma de caligrafía tardía, en mi opinión. Lo asombroso del caso es que nadie me había explicado la utilidad de todo aquello hasta que a aquella profesora se le ocurrió llevar al pequeño alumno con ínfulas de dibujante a aquel rincón soleado, justo antes de clase.  Se ve que, en ocasiones, el conocimiento llega de forma casual, como un advenimiento sorpresivo, sin que se sepa realmente su utilidad hasta que llega y se posee. Antes de eso todo es oscuridad aunque esa oscuridad sea feliz, también en ocasiones. 


Publicado originalmente en

2 comentarios:

Hummingbird dijo...

Lo leí en tumblr y más de una vez; y aquí un placer una vez más. Y me ha encantado la presentación...

Besos,
Humm

M.Monís dijo...

gracias Hummi
bsssssssssssssssss