domingo, 17 de agosto de 2014

Algo más sobre Kara

Supongo que Kara vino deslizándose como un apelativo más entre los modismos: el origen de su nombre era sin embargo más bien pedestre y se debió a la fortuna desembolsada cuando se vino con nosotros, desde su origen oculto  de una pajarería de la calle de Alcalá; las pajarerías asimilan a los animales en forma de esclavos modernos, pensaba yo entonces. Aunque siempre incierto, tenía un noble pedigree, pero es cierto y sabido que todos los pedigrees pecan de alguna incertibumbre). Mercedes la llamó "caramelo" - quizá por su capa achocolatada y dulce, pero enseguida el nombre se convino a una abreviatura común que satisfacía ambas cuestiones. La cuestión del caramelo provenía, sin duda también, de los innumerables visionados por parte de mi hija de Sonrisas y Lágrimas y otras películas de factura ñoña, aunque comercial y conseguida. Lo de Kara vendría después, posiblemente por la malvada influencia de los veterinarios que adoptan a las Vanessas y a la Karlas, que parecen mataharis de barrio. También probablemente de los excesos ortográficos de algunas lenguas que hoy día se han impuesto obligatoriamente al acervo.

En cualquier caso, Cara - así de sencillo - sería lo que más le cuadraba, a caballo entre un aria de ópera y un verso de Leopardi: fue realmente barata en sentido estricto pues dio mucho más de lo que recibió, a pesar de los olvidos de Mercedes y de las reservas sentimentales de su madre, a la cual también adoraba, pues los perros saben dar sin esperar, conscientes de que esa es la mejor estrategia para recibir. A mi lo de Kara terminó llevándome a la geografía, e imaginaba su nombre inscrito en una lejana península del Báltico, o quizá del océano ártico ruso, dos lugares que, como es obvio, no conozco ni de pasada, lo cual resulta un verdadero alivio. Ella permanecía allí, inmutable y sin distraerse en el bosque de apelativos y ortografías: al final terminé llamándola "gorda" lo cual originó algunas confusiones divertidas con algunas personas cercanas, y también obviamente con mi propia tía, esta vez por razones de peso.

En cualquiera de los casos, parece que la mayor utilidad de los nombres sea la de la evocación: los perros saben rodearse de un aura de autoridad moral que resulta fácilmente reconocible. Por ese motivo soportan bien todos los nombres, hasta los impropios e imposibles, de manera que pueden sobreponerse a artistas y a monarcas, salvando con su inocencia la presumible estulticia de algunos propietarios señalados. Que los dioses y la tierra sean leves con ella.


miércoles, 6 de agosto de 2014

Kara Manzano-Monís


Fue una compañera constante y leal, aunque siempre dotada de un semblante severo, casi solemne, que podría decirse. Los perros son así: parecen ángeles caídos en espera de ser salvados; son solemnes incluso cuando juegan. Estaba dotada de un carácter independiente, casi insobornable, especialmente cuando volvía a las pasiones antiguas del acecho y la captura. Nunca se lo fomenté, pero lo tenía siempre en mente: sólo entonces podía adivinarse en su mirada algo de una ingenua perversidad, heredera del atávico sentido de supervivencia que parece que todos tenemos, pero que ellos manifiestan en su total inocencia. En lo demás, era una perfecta manipuladora que se servía de todos los de su entorno para obtener lo que más le gustaba: en primer lugar, la comida; era una perfecta trituradora de todo lo que gustaba a los de la especie humana, a la que intentaba asimilarse constantemente utilizando su semblante serio al que añadía complementariamente una cierta mirada de tristeza para obtener sus fines inmediatos.

Había venido de la mano de Mercedes, en una noche fría del enero del euro. La que luego fue su dueña verdadera la eligió entre otros tres: era las más pequeña entre ellos y poseía una capa ruana de color chocolate; mucho después supe de una prima lejana que del mismo aspecto que era campeona del mundo de caza de becadas, allá en las landas francesas. Kara nunca supo nada de eso, amén de sus escapadas románticas (pocas) juveniles y de sus asaltos espontáneos a patos y conejos, cuando se daba la ocasión. Sin embargo, fue fundamentalmente urbana, si se exceptúan los veranos en Los Molinos y alguna de las excursiones a Fuenterrabía en donde reconocía inmediatamente los pastos de su ascendencia inglesa. Permaneció pequeña durante toda su vida: incluso en sus últimos años la gente preguntaba por su edad, a pesar de que no veía ya casi nada y creo que había perdido también gran parte del oído.


Kara no notó apenas la ausencia de Mercedes - al menos eso pienso yo - de hecho, en su última época, allá por los años 2006 y 2007, Mercedes no estaba ya mucho en el mundo, literalmente incluso, debido a sus frecuentes internamientos en los sanatorios, de manera que Kara se había habituado a una ausencia más o menos continuada que celebraba con saltos y movimientos en círculo cuando mi hija aparecía en el horizonte..Por alguna razón misteriosa, esa costumbre se mantuvo con la madre  después de que la niña se fuera: en realidad, Kara era una imagen de la supervivencia sentimental y se ofrecía al pùblico sin ningún temor, como una antigua cortesana de Alejandría en espera de su estipendio: curiosamente, no ladraba jamás, salvo cuando veía invadido su territorio - el mío realmente - para lo demás, había inventado un curioso lenguaje de gimoteos y aullidos muy agudos que intentaba asimilarse al habla; quizá hubiera entendido que los ladridos no eran la forma de pedir adecuada. Los camareros vestidos de negro eran su público favorito: alguno de ellos le había dado alguna sobra de solomillo en ocasiones, de manera que debió entender que esos eran los verdaderos campeones de esa humanidad extraña de seres altos dueños de las viandas.

La otra afición de Kara era dormir y eso lo mantuvo hasta sus últimos días, aunque al final se sentaba sin moverse y fijaba la atención en un punto inconcreto del frente, como si fuera un yogui hindú. Afortunadamente todo eso duraría muy poco: empezó a esconderse en un lugar secreto del jardín, probablemente para dejarse morir. Gustaba mucho de viajar en coche y era capaz de hacer dormida viajes de quinientos kilómetros sin que se notara su presencia. Era un ser realmente especial, o al menos así la veía yo: cuando estaba en casa jamás se subía a los sofás; simplemente se aproximaba con su cara de inocencia a pedir permiso. Sin embargo, cuando se veía sola no dudaba en subirse a sofás y camas pues había descubierto la sensación impune de lo mullido. En sus últimos años ya no oía, y la descubría dormida en alguno de ellos, precisamente ocupando mis sitios habituales en los que se sentía cómoda. A la hora de dormir siempre lo hacía en mi dormitorio, envuelta en la camisa del día que yo dejaba en el suelo para ella. Se ve que era su lugar, fiel como era a la devoción de los olores. El último día se acomodó en el coche. envuelta en su toalla de viaje. Le dije en voz alta que creía que aquel iba a ser el último, pero Kara era inmutable incluso ante la mayor desgracia: se ve que los seres angélicos usan de esas maneras. En realidad me equivocaba y cuando me dieron la noticia de su muerte y fui a recoger sus cenizas hizo su último viaje de vuelta al jardín, precisamente en el mismo sitio en el que solía viajar conmigo.

La alojé en el tronco hueco de un antiguo chopo: el alojamiento era justo y perfecto como si se hubiera hecho a medida. Para la tapa utilicé una piedra venida del otro lado del océano y traída hace años  a la casa de Los Molinos. Kara vive ahora allí mientras juega en el cielo de Mercedes. Delante de esa piedra existe una pequeña pradera donde  se instalaba al mediodía; parecía un minúsculo león de Las Cortes, pero sin la carrera de San Jerónimo.