El museo (del latín musēum y éste a su vez del griego Μουσείον) es una
institución permanente al servicio de la sociedad y abierta al
público, que adquiere, conserva, investiga, comunica y expone con
propósitos de estudio, educación y deleite colecciones de cosas que
tienen un valor cultural. La ciencia que los estudia se denomina
museología y la técnica de su gestión museografía. Los museos exhiben
colecciones, es decir, conjuntos de objetos e información que reflejan
algún aspecto de la existencia humana o su paisaje. Este tipo de
colecciones, casi siempre valiosas, solió existir desde la Antigüedad:
un ejemplo de ello son los templos en donde se guardaban objetos de
culto u ofrendas que de vez en cuando se exhibían al público. Otro tanto
ocurría con los objetos valiosos y obras de arte que coleccionaban
algunos poderosos de Grecia y Roma en sus casas o jardines mostrados con
orgullo a amigos y visitantes.
El nombre de museo tal y como hoy se entiende pertenece al Renacimiento y se aplica a los edificios expresamente dedicados a la exhibición de objetos de forma más o menos permanente. Por otra parte están las galerías de arte: su nombre deriva de las antiguas galerías de los palacios, espaciosos vestíbulos de forma alargada, con muchas ventanas, abiertos y sostenidos por columnas o pilares, destinados a los momentos de descanso y a la exhibición de objetos de adorno y obras de arte. La Galleria degli Uffizzi en Florencia es un buen ejemplo de la pervivencia del término, usado como sinónimo de museo.
En su origen, un museo era un templo para las musas, un lugar sagrado para esas hijas de los dioses mayores y que, en su origen, eran las diosas de la memoria. La memoria otorga el poder, como sustento del ser que es. No existe individuo viable sin memoria: el patrimonio del pasado en forma de testimonio y el tesoro de los recuerdos es lo que articula la existencia y sin ellos el hombre se encuentra sin rumbo. El pasado es lo que poseemos, el presente es un instante inaprensible y el futuro es solamente deseo de ser. ese pasado, de individuos y pueblos se guarda en la memoria y la memoria se carga en los objetos que la mantienen. Por esa razón, quien detenta la memoria es poderoso y quien no la estima o la pierde es débil e inútil. Las hijas de los dioses se ocupan de la memoria que se convierte así en parte de lo sagrado, de manera que el signo de poder más evidente es el de blandir los objetos de la memoria que forman el alimento simbólico de pueblos y sociedades, como es bien sabido. Si la memoria se pierde , se altera o se desvirtúa, un trabajo útil, posible y de la máxima eficacia es este de proyectar la memoria, precisamente el título del curso que nos ocupa ahora.
Las primeras colecciones del arte se encuentran en los peristilos de los templos antiguos. Delfos, ciudad del oráculo, se gloriaba de poseer un tesoro de esta especie repartido en tantas salas como diversos pueblos había: también el templo de Juno en Samos y la Acrópolis de Atenas estaban repletos de obras maestras. De igual modo, los sucesores de Alejandro Magno se esforzaron - después del breve intento del macedonio para generar un imperio ecuménico - en reunir esculturas que otorgaban realce a sus triunfos empleando esas obras también para el embellecimiento de sus capitales. De ese modo, en Alejandría y durante la época de los Ptolomeos, el primero de ellos, un antiguo general de Alejandro, levantó un museo para su propia gloria dedicado al desarrollo de todas las ciencias que servía además para tertulias de literatos y sabios bajo el patrocinio del nuevo faraón de Macedonia. En aquel museo se fue formando poco a poco la trascendente Biblioteca de Alejandría. Esos invasores fundaron la última dinastía conocida convirtiéndose en unos extraños egipcios que también hablaban griego y gracias a ellos conocemos los secretos del antiguo Egipto, ignotos hasta entonces. Lo curioso es que, con el tiempo, fueron más egipcios que los propios nativos, tal y como se reconoce en Cleopatra, la última reina de Egipto y con quien acaba una historia milenaria.
Roma hereda ese caudal y los escritores latinos señalan la existencia de un significado adicional para "museo". Todo parece indicar que así llamaban en la antigüedad romana a unas grutas con unas características especiales, y que, situadas dentro de las villas, sus propietarios las utilizaban para retirarse a meditar. Esos museos, así como los ninfeos eran partes sustanciales del recreo de la villa de un poderoso. Siguiendo esa costumbre oriental, las imágenes de los dioses de los pueblos vencidos formaron parte del cortejo del romano vencedor y figuraban en el triunfo en el mismo lugar que los prisioneros. Una forma ingeniosa de apropiarse de su memoria para sustituirla por la del poderoso. Algo parecido se ha hecho en los distintos gulags (de unos y de otros) a lo largo del siglo XX. De hecho, el emperador Nerón, el último de los claudios, hizo traer de Delfos unas quinientas estatuas para adornar su palacio imperial y aumentar el lujo del edificio, aunque esas instalaciones no constituían propiamente lo que hoy se llama un museo.
Nerón se sentía un griego, quizá un filósofo o un aedo, y esa acumulación le parecía un adorno de guso excelso para mostrar su poder los edificios públicos y los palacios en los cuales el arte se entremezclaba con una naturaleza domesticada. Esa confusión entre continente y contenido crea la primera idea del museo como lugar monumental, un símbolo del poder que posee la memoria de los hombres depositada en sus objetos.
Con el advenimiento de otras doctrinas alejadas de lo pagano el asunto cambió. El poder estaba ahora en otra parte, de forma que el mundo imitativo basado en la antigua creación del mundo de los dioses a la manera de los hombres cambió. La nueva generación estaba formada por gentes errantes del desierto, una especie de antiguos beduinos que se habían asentado en la orilla occidental del Jordán y cuyas creencias no requerían de un apoyo tan formal. Las gentes del desierto creen en los espíritus, que son de por sí invisibles: el nombre del espíritu (tiene muchos) no se escribe ni se pronuncia, ni siquiera se representa. Basta su palabra en forma de ley. La iconografía se dirige hacia esa forma de adoración espiritual, de modo que los objetos del mundo no son importantes: la memoria es un asunto del espíritu, de forma que los objetos y las ciudades importantes son celestiales: su representación es solamente una vía para acceder al mundo del Espíritu, que es donde el verdadero premio reside.
De ese modo, a principios del siglo XV, en Roma solamente se conservaban unas cinco estatuas clásicas de mármol y una de bronce. El dios Pan había muerto hacía muchos años y esos objetos carecían de cualquier utilidad; eran incluso nocivos ya que distraían al hombre de sus verdaderos fines.
El asunto fue cambiando poco a poco, en parte y paradójicamente gracias a la Escolática, que había traído a Aristóteles a la palestra en un loable intento de conciliar la fe con la racionalidad. Otra vía fue el comercio y un mudo árabe floreciente que valoraba el placer y la poesía, pero también la filosofía y la matemática. La señalada fue, que inauguró una nueva era para las artes a través de Cosimo I Médici que se dedicó a reunir antigüedades y puso así sí los cimientos de la luego célebre Gallería. Otros príncipes siguieron ese primer ejemplo en busca de la misma gloria y prestigio, e incluso León X, otro Médici descendiente de aquel construyó una villa sobre el monte Pincio que fue el punto central en que se depositaron todas las obras de arte antiguo que iban apareciendo debajo de la Roma medieval. La costumbre fue seguida por las familias nobles de Italia: Los Sforza, los Este y los Canosa, por solo citar algunos, participaron de esta inclinación: se emprendieron excavaciones y se continuaron con perseverancia. Estas colecciones empezaron a formarse al mismo tiempo que las de medallas. La familia Este fue la primera que formó un gabinete de piedras grabadas en Ferrara: parece que la nueva civilización que entonces se estaba inventando necesitaba material para enlazarse con la civilización antigua y apoyar así su poder sobre una base de máximas que la antigüedad había dejado escritas.
El gusto por las medallas y las piedras grabadas trajo bien pronto
aparejado el de las estatuas aunque éstas permanecieron largo tiempo
donde podían servir de adorno: bibliotecas, salones de palacios,
jardines o parajes significativos. En Inglaterra no fue hasta 1683
cuando el Museo Ashmolean de Arte y Arqueología, situado en Oxford,
abrió sus puertas cuando la famosa universidad de dicha ciudad decidió
mostrar al público la colección que Elias Ashmole había legado cuatro
años antes. El edificio destinado a alojarla se convirtió así en el
primer lugar de exposición abierto al público de forma permanente. La
costumbre se imitó y durante el siguiente siglo fueron inaugurados el
Museo Británico en Londres, el Louvre en París o el Prado en Madrid,
siempre bajo la tutela real. Continente y contenido habían logrado
reencontrarse para seguir unidos, de forma que el uno daba prestigio al
otro y esa relación confirmaba la condición del poderoso, poseedor de la
memoria de las cosas.
La cuestión fue cambiando aunque simbólicamente es exactamente igual. No existe hoy poderoso que se precie que no tenga una buena colección de arte. Pero las mayores colecciones (en el caso de los particulares) son las los bancos, que son obviamente los más poderosos entre aquellos. También están los Estados que demuestran su poder exhibiendo la memoria del pueblo. En ello se hermanan regímenes de distinto signo dentro del mundo civilizado y sin civilizar. Sin embargo esa idea inicial tiene sus derivaciones, que son de máxima utilidad para mantener el poder de los símbolos. El aumento de la cultura y la revolución científica han producido una evolución de la antigua idea sacra del museo hacia formas más amables: en la actualidad un museo es un establecimiento complejo que requiere múltiples cuidados, instalaciones precisas y una amplia plantilla de trabajadores de las más diversas profesiones. Generalmente cuenta con un director y uno o varios conservadores, además de restauradores, personal de investigación, becarios, analistas, administradores, conserjes o agentes de seguridad, entre otros, todo ello encaminado a la divulgación de la cultura, la investigación, las publicaciones específicas y las actividades educativas. En los últimos años también se ha convertido en costumbre la idea de exposiciones itinerantes en las que museos de distintas ciudades aportan algunas de sus obras para que puedan verse todas reunidas en un mismo lugar dentro de museos concretos, creando así un concepto de “museo global” que se ve en el museo de cada ciudad con cierta periodicidad. Esas exposiciones refuerzan el prestigio y el poder de las autoridades que las convocan y rinden un excelente servicio a la cultura de los ciudadanos, de forma que se ha logrado algo desde la época absoluta, a pesar de las colas.
Desde ese punto de vista, lo importante y fundamental en un museo es preservar y conservar las colecciones que son lo que lo dota de sentido. Un museo sin colección no es tal. Eventualmente, el continente puede tener también una categoría monumental; es entonces el continente un museo de sí mismo y para ello pueden estimarse los casos paradigmáticos del Prado, Louvre y otros que son edificios monumentales. Pero nadie piensa en un Louvre vacío, si no es por una tragedia o por una guerra, tal y como ha ocurrido recientemente con el antiguo Museo de Antigüedades de Bagdad. La conservación de la colección es pues prioritaria, una razón por la cual todos los museos, en mayor o menor medida, se van reformando para poder seguir cumpliendo su función. Y se renuevan con criterios modernos de conservación.
Para eso se necesita dinero. En España, desde finales de los 60, todos los museos estatales adquirieron la condición monumental, basándose en esa idea antigua sacralizada, aunque lo cierto es que era una treta administrativa para obtener fondos para sus acondicionamiento, siempre problemático y exigente. esa condición ha hecho que hoy esos edificios se consideren BIC (Bienes de Interés Cultural). Es un bien de interés cultural porque atesora en su seno objetos de la cultura. Así de simple, pero siguiendo una tradición antigua. Sin embargo, el objeto de los museos y sus fines ya están señalados, aunque existen casos en los cuales edificios sin valor o sin interés alcanzan una condición que no merecen por sí mismos, sino por su condición de envolvente de esos tesoros. Pero la envolvente no es siempre sacrosanta: depende de la propia condición envolvente, de modo que si se mutila o se altera en perjuicio de lo que se contiene será legítimo proceder a su sensata renovación. Esta es la línea que se ha seguido en la museología de los últimos treinta años, con ejemplos no exentos de polémica. El ejemplo del caso propuesto en el curso para el Museo del Traje en la Ciudad Universitaria de Madrid es un caso último y excesivo de esa contradicción eterna entre contenido y continente que está en la esencia del concepto. La polémica está, desde luego, servida.
Manuel Manzano-Monís. Nájera, enero 2012