miércoles, 24 de septiembre de 2008

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El caballo de Przewalski fue descrito por primera vez en el año 1879 por el coronel Przewalski en su viaje de regreso de Mongolia y pertenece a la familia de los équidos, que también engloba a las cebras y los asnos salvajes. Los caballos de Przewalski nunca han sido domesticados y este hecho los hace ser reconocidos como la única especie de caballos salvajes que existe en el mundo. Hace treinta mil años, esta especie recorría libremente las zonas de Asia Central y de Europa tal y como lo demuestran las pinturas parietales de Chauvet y otras situadas en el sur de Francia y norte de España. Desde hace bastantes años, este caballo ya no existe en libertad en ninguna zona de Europa; los últimos individuos fueron observados en los años 70, en Dzungaria (Mongolia).

Actualmente, el caballo de Przewalski es una de las especies más amenazadas del planeta. Gracias a las organizaciones internacionales de conservación de la naturaleza, la especie ha podido ser salvada de la extinción. Lamentablemente, ya no se puede encontrar ningún ejemplar de esta especie de caballos más que en cautividad. Este modo de vida pone en serio peligro su futuro y por ello se están elaborando planes de reintegración en Mongolia y China. El caballo de Przewalski posee diferencias cromosómicas importantes respecto al caballo domesticado y su apariencia revela varios rasgos primitivos: cabeza grande no proporcionada al resto del cuerpo, ojos frontales y no sobre los costados, orejas largas, un cuello fuerte y un cuerpo compacto en el que destacan las patas cortas con capa rayada.

En 1603 Rubens llega a Valladolid, ciudad en la que la Corte española se había instalado temporalmente, como enviado del duque de Mantua. En este momento realiza uno de los mejores retratos que guarda el Museo del Prado, el del hombre más poderoso de España durante el reinado de Felipe III: el duque de Lerma. Don Francisco de Sandoval y Rojas monta un brioso caballo blanco; su mano derecha empuña el bastón de general y viste una armadura en la que destaca el collar de la Orden de Santiago. Está de frente, apartándose del tradicional retrato ecuestre que había establecido Tiziano en el de Carlos V en Mühlberg, donde las figuras estaban representadas de perfil.

La situación frontal marca el escorzo de caballo y caballero, permitiendo ver al fondo una escena de batalla con un horizonte muy bajo. Aun siendo uno de los primeros retratos de Rubens, se pone ya de manifiesto su capacidad para penetrar en la personalidad del modelo, mostrando el alma del personaje. Concretamente aquí presenta la altanería y el orgullo del valido, dando la impresión de arrollar al espectador al ser visto desde un ángulo manierista. Rubens inaugura un nuevo concepto de retrato que seguirán luego Van Dyck y Velázquez. Respecto al estilo, se observa el cuidadoso dibujo característico de sus primeros años, con detalles de gran soltura en la armadura o los engarces del caballo. Con esta obra el maestro se da a conocer en España, donde sus pinturas gozarán de gran estima; de hecho, en estos primeros momentos el propio duque de Lerma intentó retener al artista en Valladolid, pero el pintor prefirió mantener su residencia en Mantua.

Se desconoce si este retrato ecuestre de don Gaspar de Guzmán es de mano la de Velázquez o de algún miembro de su taller o una copia posterior. Sabemos que salió de España a finales del siglo XVIII, perteneciendo a lord Elgin antes de ser adquirido por la Fundación Fletcher y donado al Metropolitan Museum. Las variaciones con el original - que se encuentra en el madrileño Museo del Prado - son escasas, destacando el caballo blanco, el árbol y el fondo. La postura del conde-duque y el animal son idénticas, aludiendo a la defensa de Fuenterrabía del año 1638, victoria obtenida gracias a la aportación económica del propio Conde-duque que pagó de su bolsillo el sueldo de dos compañías necesarias para dicha defensa.

Don Gaspar no fue al País Vasco ni estuvo presente en la batalla pero las glorias de los gobernantes fueron siempre perfectamente interpretadas por Velázquez. El gesto seguro y dominante del valido de Felipe IV llena una composición en la que destaca el magnífico escorzo en diagonal del caballo y el giro de la figura, realizadas ambas con una pincelada rápida pero precisa, intentando conseguir el efecto atmosférico que tanto preocupaba al maestro.

Los primeros años del siglo XIX estuvieron dominados por la vertiente neoclásica. El cambio se produjo cuando Kant y otros filósofos alemanes empezaron a hablar de lo subjetivo y del sentimiento. No hay una filosofía del romanticismo definida al igual que tampoco existe una cronología exacta. Es una consecuencia de una nueva sensibilidad y una nueva forma de ver la sociedad donde se aspira a nuevas formas de expresión liberada de las estructuras sociales en la que el romántico se asienta. Además, se presenta una exaltación épica de las grandes victorias napoleónicas como nuevo héroe y que las derrotas finales no logran empañar. Los artistas y poetas se emocionan con la posibilidad de representar lo subjetivo, como exaltación de victorias y derrotas. Nace así un arte revolucionario, que aspira a conseguir cambios sociales, culturales y políticos.

Théodore Géricault (1791-1824) atesora las características típicas del pintor romántico: melancólico y disconforme con su entorno, incomprendido y crítico con lo que le rodea. Géricault tuvo una infancia difícil. La revolución acrecentó este malestar, lo que despertó en él un carácter sensible. Marchó a París a corta edad y allí asistió al taller de un pintor enteramente clasicista, con el que no se identificó. Acudió a diferentes sesiones de París, donde descubrió a Goya, cuya técnica le fascinó admirando el tenebrismo goyesco. Géricault estudió poco tiempo pintura, su carácter impaciente, inquisitivo, aventurero y desordenado, le impidió sentarse a recibir clases. Escapó rumbo a Italia, tras haber dejado embarazada a su tía, y allí admira la obra de Miguel Ángel y la Capilla Sixtina. También en Italia conoce la pintura de una artista de similar temperamento como Caravaggio. La evidente similitud en las vidas de ambos artistas bordea lo novelesco: ambos quedaron huérfanos de jóvenes; los dos poseían temperamentos fuertes, sin restricciones morales que transmitieron al contexto de su obra. Los dos mueren también jóvenes, en el inicio de su carrera. La admiración de Géricault por Caravaggio se asoma a través de una serie de guiños barrocos que se aproximan en ocasiones al tenebrismo. Géricault prefería ver, más que estudiar y ese temperamento impulsivo y desenfrenado hace difícil encasillar su obra. Con pocos estudios académicos de apenas tres años, se puede decir que fue autodidacta copiando cuadros clásicos en el Louvre y tratando de aprender allí todo lo que podía.

Una de sus principales obras es este retrato de un oficial cazador de la Guardia imperial a caballo como claro ejemplo de la transición del barroco y neoclasicismo al Romanticismo; un colorido flamenco y veneciano lleva a participar en la acción del caballero, creando un sentimiento épico de batallas ganadas o perdidas. No representa la acción de una manera neoclásica sino más realista con pinceladas sueltas que reflejan la tensión del momento y hacen participar en esa batalla olvidada en un colorido monocromático. La composición es bastante novedosa ya que se rompe la estructura clásica; el caballo se presenta en diagonal y muestra una indefinición del espacio pictórico. La impaciencia natural del pintor produce una paleta empastada que bordea el expresionismo como un deseo de brindar unas sensaciones que deforman la realidad y proporcionar un acercamiento más intimo a un mundo ajeno a las reglas formales o académicas.

La pasión de Géricault fueron los caballos, los representó de varias formas y en varios contextos, en Francia, Inglaterra o Italia, corriendo con las cuatro patas alzadas, algo que sólo se supo después a finales del siglo XIX con la invención de la fotografía. En el final de sus días Géricault se adentra en el mundo de la locura marginal. Retrata hombres y mujeres rechazados socialmente, cleptómanos, ladrones, secuestradores, jugadores, etc., son los sujetos de su nuevo interés. Son la representación de unos seres cotidianos con un bagaje psicópata y turbio, seres que son el reflejo de una sociedad escondida en esos inicios del siglo XIX, que nos llevan a una realidad no querida o buscada, o que también nos presentan lo que no queremos ver o lo que no queremos recordar, un mundo negro dentro de lo puro de nuestras vidas. Géricault vivió una tumultuosa vida prematuramente cortada a los treinta y tres años, a causa de un previsible accidente de equitación.

martes, 23 de septiembre de 2008

Sostiene Felix de Azúa





















Sostiene Felix de Azúa, a propósito de los caballos de la cueva de Chauvet sobre la exactitud de trazo, la seguridad y elegancia de las curvas, la perfecta proporción y, sobre todo lo demás, los ojos, apenas una leve almendra vivamente expresiva.






Sostiene también que los caballos de Rubens (o Velázquez) no miran igual, abrumados por la gloria del jinete y la desmesura del espectáculo. Los caballos cavernarios tienen la mirada tierna y dócil, como algo que resulta inseparable de los hombres.













Son estos caballos los que aún corren por las estepas de Asia Central, paticortos, cabezones, con el vientre abultado y de una resistencia legendaria con sus cortas crines alineadas en paralelo, al modo de mohicanos antiguos y modernos.









Estos caballos están pintados al carbón y al difumino, como si de una vieja sinopia se tratara, trazados quizá por la mano de aprendices bajo la dirección de un maestro que delineaba trazas asombrosas en las profundidades de hace treinta mil años. Tampoco los caballos de Chauvet- sostiene Azúa - tendrían nada que envidiar a la cuadriga griega que antiguamente coronaba la basílica de San Marcos de Venecia antes de ser sustituida por convencionales reproducciones de poliester.














Los caballos paleolíticos también serían superiores a los caballos de Meissonier. o incluso los del mismísimo Gericault, un maníaco de la equitación cuya afición le costaría la vida a la edad de treinta y tres años, tal y como es sabido.















Sin embargo, estas inquietantes pinturas se han aceptado con total naturalidad por el mundo contemporáneo, como si la aparición de imágenes perfectas en la historia del universo fuera cosa ya sabida y asumida. Y lo que es peor aún, el hecho de que dichas representaciones aparecieran dentro de una sociedad sin una previsible necesidad de adorno y situada en el límite mismo de la supervivencia.







Sostiene Azúa que esos caballos no pueden constituir imágenes religiosas ya que es imposible separar un ámbito específico para dicha cuestión en ese mundo primitivo: todo debía ser religioso o por el contrario nada lo era, con lo cual el adjetivo se convierte en algo fútil y sin interés. Posiblemente esos pintores ni eran religiosos ni creerían en nada, aunque temieran a lo inaprensible dañino, al igual que hoy en día se teme al Alzheimer, a la vejez o a la contaminación del aire y los mares.










Tampoco cree posible Azúa una asociación con los consabidos rituales de caza, del mismo modo que las pinturas ecuestres de los ya citados Rubens o Velázquez sólo tendrían relaciones tangenciales y escasas con el protocolo de la casa de Austria.















Es indudable, sin embargo, que en algún momento los humanos necesitaron imágenes y precisamente entonces las produjeron. Esas imágenes nacieron cuando los humanos sintieron la inexcusable necesidad de ver hacia fuera, y con ello inventaron la visión entendida como un
lugar orográfico desde donde se ve.



















Esas propias imágenes crearían así un poderoso instrumento técnico de ampliación del cuerpo a través de la creación de otros mundos posibles: gracias a ése instrumento su mundo obligatorio (aquel al que luego se denominaría Paraíso) se convertiía en un dominio controlado imaginario manipulable a su merced.












Sostiene también Azúa la existencia de una necesidad insensata e inevitable que supuso la ruptura ya definitiva e inicua con el ámbito natural primitivo que ahora pasaría a ser representado con imágenes desde esa visión recién descubierta. No se sabe como ocurrió, pero cabe sospechar que la perfección súbita de esas imágenes parietales quizá revele la existencia de luchas seculares de enfrentamiento iconoclasta entre clanes y grupos, precisamente porque representar animales era rebajarlos de rango y los convertía en meras unidades intercambiables.












La representación rompió la unidad personal del animal convirtiéndolo en clase: a partir de la primera imagen esa individualidad del animal concreto se desvanecía y la carne pasó a ser una idea hasta llegar- según sostiene Azúa – al idealismo platónico en el que esa idea era solamente una sombra fugaz en la caverna.











Los hombres somos lo que dicen nuestras imágenes que marcan de ese modo la inserción del individuo en el cosmos separando lo que se puede ver de lo invisible. Esa pérdida es tan severa y terrible que habría que inventar luego a un sujeto (al que se llamaría "artista") para que pudiera investigar con mayor o menor propiedad en lo que los demás no pueden ver.







Entre aquel que vio a bisontes y caballos pintados y entre el que jamás los atisbó existe una separación existencial profunda, al igual que existe esa distancia entre el lienzo de un desnudo y la carne realmente contemplada.






Para quien no conoció las imágenes (sostiene Azúa) esos animales; caballos, ciervos o bisontes eran seres reales (a veces excepcionales) que se cruzaban en su camino, vivos, muertos o azuzados por los cazadores del clan, mientras que ese mismo clan se hallaba sometido aproximadamente al mismo destino incierto que sus víctimas. Esta condición producía un nivel de igualdad entre contemplador y contemplado, sin otro privilegio que el de la ocasión, dentro de un universo de oportunidades equivalentes.














Ese comportamiento determinó una profunda veneración entre los cazadores y las posibles víctimas que les habían permitido crecer y prosperar durante muchos milenios, de modo que la memoria del asunto ya se había perdido; esa relación constituía una parte del paisaje asumido por generaciones a lo largo de los años. Sin embargo, para el niño que ya había visto a aquellos animales en las paredes húmedas de la caverna, esos ejemplares reales eran sólo casos, o copias a lo sumo de los pintados ( y verdaderamente reales para él) que ya conocía desde que nació a través de los muros de su casa, o del fondo de aquella cueva al cual había sido conducido para aprender la realidad.









La imagen se había convertido en lo permanente y la carne real era tan sólo una forma que se cruzaba para desaparecer, ser olvidada y tal vez consumida.
Una vez abolida esa frontera que abría paso franco al dominio de las representaciones y los signos sobre la propia realidad física, era obvio proceder a otra nueva operación que completara el vacío conceptual: para ello, el hombre produjo el invento de unos dioses que aparecerían o decaerían también en el mismo acto de ser representados.














De ese modo, quienes convivieron desde niños con las imágenes de los dioses no podrían creer en ellos si alguna vez y de milagro aparecieran realmente en su camino. Por esa razón, el cosmos del idólatra solamente se puebla con hombres (que son los que se ven) o espíritus (que no se pueden ver) ya que no existe ser que pueda ser igual la que se adora como tótem. Ese parece ser el origen del antiquísimo tabú iconoclasta (ni se representa a Dios, ni se le nombra) que se basa en una razón de creer que no se apoye en representaciones artísticas o formales (que serán en si mismo malignas y deben ser, en consecuencia destruidas). Queda por ver- según sostiene Azúa – cual será el lugar del otro en un mundo como el nuestro, constituido casi exclusivamente por imágenes... ¿Practicaremos en secreto y sin saberlo algún tipo de idolatría?
















(Sobre el artículo de Félix de Azua. “El País” 13 de septiembre de 2008
)